Nunca había retratado a Ana pese a que es la mejor de las guardianas del Paraíso.
Esta vez le hice un par de fotos analógicas. La tarde había sido larga: comimos en el patio, entre la juerga de los gatos, bendecidos por la tibieza imprevista del otoño.
Hablamos. Como siempre sucede con Ana, hablar es navegar empujado por corrientes inesperadas: Jung, las crónicas de Indias, Steiner, la teosofía —inasible para mí pero que Ana encuentra en rocas, calveros y hierbajos—, España, el manga por hombro, la pendencia, la canción de la tierra, la calidad del horizonte en las tardes aún alargadas iluminando lo que debería ser noche, los tiempos, los pasados y los que llegarán…
En el bar de Ana hay un papel clavado junto a la puerta de entrada. No es un aviso, es una proclama:
No hay WiFi. Hablen entre ustedes.
He visto a Ana rechazar clientes con sequedad en momentos en que nadie más que nosotros ocupaba el local.
— Se me ha acabado la comida.
Para luego explicarnos:
— No me gustan los pijos de Madrid. ¡Qué busquen otro lugar para comer!
En unos 50 kilómetros a la redonda, sólo Ana cocina.
Patria, dicen. Mujeres, deberían decir.
[…] Molino, que la repoblación no es posible y solo resta tenerla presente como una poética nacional. Nuestra amiga ha abierto una casa de comidas que no publicita y profesa el antojo de negarse a servir a los pijos […]