Desde el 2 de abril de 1985, los martes volvieron a ser días de fantasmal vulgaridad. Esa noche, TVE-2 —así se llamaba entonces— emitió el último programa de La edad de oro, el espectáculo fiesta del que eras madre nutricia, Paloma Chamorro. Elegiste con pericia el explosivo para la última detonación: los Violent Femmes, un trío acústico yanqui de sonido garrulo y espástico. Era una manera de decir “ahí te las den todas” a los directivos de TVE, asustados, pese a la renovación impulsada por el PSOE cuando aún tenía sangre y no agua de grifo en las venas, de lo que pasaba cada semana: una toma del Palacio de Invierno en forma de dos horas de televisión con música en directo en un plató con público extraño, indios urbanos, borrachos con un pie en la tumba, licenciados que por una vez eran mediáticos como Foucault. Viví desde la esquina más noroccidental de España los dos años de la prodigiosa locura de ver en la televisión pública a maquinarias de matar como Psychic TV, Cabaret Voltaire, The Residents, Tom Verlaine, Tuxedomoon, The Durruti Column, Alan Vega…, habitantes de los barrancos musicales o caminantes hacia el infierno blanco (como Johnny Thunders, por ejemplo) a los que pocos accedían en aquel país prebotellón y premafia, un terreno emocionado en espíritu pero tristón en las formas. La noticia de tu muerte (cáncer, 68 años, mierda de obituarios constantes y similares) llega con algún white noise, como te gustaría decir: te llaman promotora intelectual de la movida madrileña, manteniendo aún la falacia centralista de que aquello nació en la capital del Estado cuando fue múltiple y errante. También hurtan la jactancia pretenciosa con que te despachabas, muy afín a la semántica estructuralista y semiótica de un tiempo en que el título universitario era para lucirlo hasta la vergüenza ajena. Menudencias, pelanas. No hay más que agradecimiento por mi parte. Cada emisión de La edad de oro era voltaico, empedrado en fulgores, una “escuela de calor”, como diría uno de los grupos fetiche a los que tutelabas —Radio Futura, Alaska y Dinarama, Gabinete Caligari…—, gregarista en tu derecho, aunque estoy convencido de que los encontrabas bastante infames en el fondo aunque graciosos en los modales —excepto Loquillo, que entonces era igual de abyecto que ahora—. Solo de niño lo había dejado todo por estar ante el televisor con puntualidad atómica y dejarme mecer por una u otra emisión catódica. Tú me devolviste al rito.
Hasta siempre, sacerdotisa.