Pocos humanos pueden vestir tal como visten estos dos sin lucir como asistentes a un funeral, enterradores o incluso optar a ser los cadáveres de la ceremonia. Pero no se dejen llevar por las apariencias: no hay fingimiento en la pose de sonrisas a media asta, la madera que sirve de cortinaje, el dos piezas con camisa negra abotonada hasta parecer una horca de él y el vestido de chica campestre enlutada de ella.
Gillian Welch y Dave Rawlings podrían proceder de hace cien, doscientos o trescientos años. Cantan canciones de montaña, lástima y verdades dolorosas como fogatas a las que te acercas demasiado —Si la vieja religión era buena para mamá / ¿por qué no va a ser buena para mí?— y no dejas de creer lo que dicen aunque tengas más cinismo que glóbulos rojos. Merecen esa inmaterialidad temporal.
Lo explicaré de una vez: la marca artística es el nombre de ella, Gillian Welch (1967), pero contiene a los dos. No, al parecer no son amantes y se definen como «compañeros musicales», aunque los rumores en las cavernas de Internet son de todo tipo y circulan fotos tomadas por papanatas que los han pillado dándose besos con labios.
¿Nos importa que estén o no liados? Lo cierto es que no, pero cantan como tórtolos y la sospecha, al escucharlos, es carnal. Nadie puede atribuir al buen oído y la superior mecánica melódica la forma en que las voces se mojan una en la otra; las miradas en escena, lubricadas con rubor y promesa; el olor a sábana tibia, a marca de orilleros, a territorios nocturnos en los que no hay luna y da igual porque tengo tus ojos y tanta piel para alumbrarme.
Llevo la fiebre de Gillian Welch encima desde hace veinte años: los que se cumplen ahora de la edición de su primer disco, Revival, la colección de adorables lamentos que iluminó con luz de queroseno el año 1996. Aquello fue, como un anacronismo de los que pueden salvarte la vida, el retorno a la profundidad doliente de las tierras de interior: sonaba a folk bastante puro y sin grandes pretensiones de renovación, pero la música punzaba como si los instrumentos acústicos —pura economía: guitarras, banjo…, las armas de los rurales— fuesen eléctrico armamento de rock and roll.
Luego llegaron Hell Among the Yearlings, en 1998, y Time (The Revelator) , en 2001, susurros que arañan la desesperación, blues de hombres blancos con carbón y petróleo en el alma. Welch y Rawlings (1969) —un guitarrista de lujo que aprendió a tocar haciendo punteos y que sigue en ello, no le hacen falta todavía los acordes para construir canciones— volvían a los caminos sin destino fijo de los EE UU, los crímenes rurales, la orfandad —ella sabe de lo que habla: es hija de una estudiante y un músico de gira, criada por padres adoptivos—, el sinsentido, la nana del viento, los cuervos como animales totémicos… Era como si mi generación, al fin y no demasiado tarde, tuviese una Carter Family propia.
Esta semana he sido sujeto de un fenómeno psíquico. Al enterarme de la edición de Boots Nº 1, el doble disco que celebra, con material no editado, descartes y demás, los veinte años de Revival, álbum-eje del regreso a la verdad del barro, la ternura del otoño, la luz bruñida de tristeza de diciembre, el desamparo de una vida de circular e inevitable fracaso por mucho empeño que le pongas al afán obligatorio de ser feliz, tuve que sacudir la memoria. ¿Llevo dos décadas viviendo con esta música frágil y verdadera? ¿He surcado tanto calendario cuando sigue pareciendo dolorosamente presente?
Tengo bajo la piel de la mano derecha la punta de un lápiz que me clavé en la palma cuando era un crío feliz de pantalón corto. Es ahora una mancha negra, pequeña pero aún visible, y me gusta considerarla la memoria de mi vida: una nota de atención, una confesión que podrán extraer algún día para que escriba, ella sola, por sí misma, el memorando final.
La música de la fraternidad de los vaqueros tristes cumple la misma función: es el mea culpa que entonan por mí esta gente capaz de llevar trajes Nudie que narran una historia en los barrocos bordados para lucir en el rodeo, cometas visibles en la borrasca de la arena, hombres y mujeres para quienes la belleza es tan simple como encender un cigarrillo con un fósforo o pisar el derrame de la existencia con botas siderales.
Gillian Welch y Dave Rawlings —él ha montado su propia banda, Dave Rawlings Machine, en la que, por supuesto, está también ella como compositora, domadora de la guitarra rtmica y el banjo y vocalista acompañante— son uno de los escalofríos por los que vale la pena seguir en el infierno en la tierra.
Conversores de la anécdota en lección y maestros del fatalismo, en Soul Journey (2003) y The Harrow and the Harvest (2011), la idea que martillea es la de una predestinación amarga pero de antemano ineluctable, las circulares formas del secular pasó lo que tenía que pasar. En algunas de sus entrevistas, Welch ha confesado que se siente «bendecida por los pensamientos negros». Esa idea aparece resumida con calidad de puntapié en mis dos canciones favoritas: Elvis Presley Blues y My Morphine, un par de paseos en soledad por el cementerio que a todos nos espera.
Les dejo abajo algunos vídeos de la pareja de novios-que-dicen-no-serlo-pero-cantan-como-amantes. Esperen a estar solos en casa, apaguen las luces, acerquen una botella de su destilado favorito y un paquete de cigarros —es de sentido común: lo que te consume es lo mismo que te alimenta— y rueden cuesta abajo, sonriendo sin demasiado aspaviento, seguros de que somos huérfanos pero papá y mamá velarán por una no demasiado dolorosa caída.
Increíble. Gracias por tan conmovedor escrito. Gillian es maravillosa y, gracias a ella, descubro este maravilloso lugar. Gracias Jose Ángel.
Muchas gracias, Albert. Si te gusta lo que guardo aquí quizá te interese la música que suena en mi podcast: https://www.ivoox.com/podcast-hot-parade_sq_f1925653_1.html
Encadenado desde ya. Gracias