Una tarde de 1958 en la Royal Academy of Music de Londres, el niño de 11 años Reginald Kenneth Dwight leyó una sola vez las cuatro páginas de la partitura de una audaz pieza barroca de Haendel y, sin trámite de entrenamiento, la tocó al piano con fidelidad gramofónica y emoción madura ante el atónito profesor de solfeo. El crío, al que empezaríamos a conocer pronto por el apodo artístico de Elton John, había aprendido a navegar por el teclado a los tres años, antes incluso de saber caminar sin desgarrarse las rodillas contra el pavimento de Pinner, un barrio encaramado colinas arriba, 20 millas al noroeste de la capital británica.
Cuando vivía mi adolescencia acallada, tímida hasta el trauma, todavía matriculado en el bachillerato dominico que me tocó sufrir, yo era el único de clase que escuchaba a Elton John. Circulaba en contrasentido: en aquellos años —hablo de 1970-1972, los últimos cursos antes del salto al vacío de la universidad— mis compañeros preferían las esquirlas del ocaso beatle, los perfectos cuatro por cuatro de los hermanos Fogerty en Creedence, el divertido dominio de la astronomía de Pink Floyd y otros cosmonautas, la vibración irresistible del soul y la llegada de Led Zeppelin, Black Sabbath y demás operarios de la acería heavy.
Mantenía mi pasión por el joven músico inglés en el terreno del sigilo por razones estúpidas y cobardes. John y su socio letrista Bernie Taupin eran explosivamente gays, nacarados como pavos reales de tienda de ornamentos y acelerados como carruseles de feria. Propugnaban valores eduardianos y satinados previos a la purpurina del glam rock. La homosexualidad acababa de ser despenalizada en el Reino Unido y entre los bachilleres mucho-macho de mi clase aún era material para chistes groseros y estigma. Podías sobrellevar ser un patán, pero no venerar a un maricón en tu santoral.
John acaba de cumplir hace unos meses setenta años y me choca que su carrera esté velada en el rincón, para muchos clandestino, de las megaestrellas de la vulgaridad y la mercantilización de la nostalgia. Solo por los tres años a los que me refiero, con un rush de cuatro álbumes consecutivos sin disminución de carga epifánica, estamos ante un digno ocupante de la muy despoblada categoría de los genios que merecen trato exclusivo. En el postfacio de una entrevista inolvidable, cuando ya nos dedicábamos a solventar el exceso de vino hablando de terceros, el gran Kevin Ayers, que conoció a John en la época magistral de los primeros pasos y le dio cuartel como músico de estudio, me confesó que nunca había tocado con nadie tan dotado («ni siquiera Jimi Hendrix tenía tanto talento y una intuición tan pura para interpretar sentimientos»)—.
Una de las condiciones que siempre supuse necesarias para que una canción sea una senda hacia la eternidad y no una simple cortina de sonido poco más que envolvente es que la consideres desde la primera vez un canto personal de devoción dirigido solamente a ti, que la conozcas a través de la angosta capacidad que se nos ha concedido para identificar los tedéum particulares de salvación, las crónicas que el cantante intercambia contigo como destinatario único. Que John sea distinto y distante en lo externo —milllonario, con mansiones en Londres, Venecia, Niza, Nueva York y la campiña inglesa, superviviente de la bulimia, la cocaína y el roce tóxico con vips, idolatría, Disney, nobleza monárquica y demás venenos— me parece menos importante que las canciones que ha compuesto y cantado solo para mí: Tiny Dancer, Burn Down the Mission, Take Me to the Pilot, Rocket Man, Amoreena, Your Song, Madman Across the Water, Levon y alguno más de los temas del cuarteto temprano de álbumes áureos, sinfónicos, roqueros y de hondura vital —Elton John (1970), Tumbleweed Connection (1970), Madman Across The Water (1971) y Honky Château (1972)—.
Ahora que alcanza el medio siglo dedicándose a rellenar con música el infinito que separa presuntamente a las almas, es el momento para dejar de rebajar a Elton John al papel de residente en la república del papel cuché. Si considero que la música, como dijo Aldous Huxley, es, tras el silencio, la forma más adecuada para mostrar lo inexpresable, o, como precisaba Beethoven, el único lenguaje que supera la capacidad de revelación de la filosofía y la religión, podrán entender que los primeros discos de John contienen himnos a los que respeto como personales, canciones a las que soy capaz de honrar mientras siguen licuándose con mi sangre, entremezclándose en una savia que me sigue identificando.