No recuerdo la última vez que fui esqueleto, cuchara, escoba. No recuerdo el sentido del sinsentido. No recuerdo la última vez que permanecí atado al poste, anudado al collar. No recuerdo el fragor. No recuerdo a quién debo pedir agua. No recuerdo el trago de fuego, la hoguera.
Tengo esta tos, hablo ronco, repto, sufro a causa de una espalda derrumbada, vivo sometido a una insuficiencia respiratoria, sospecho que hay algo en mi esófago que no debería estar allí…
Tengo edad como para ser tu padre, nací al mismo tiempo que se deducía como inevitable la muerte del mundo agrícola. La palabra campesino todavía se podía pronunciar pero con vergonzoso tiento. Ahora es un insulto. Malditos.
Viví la preadolescencia en una aldea con quinqué, sin luz eléctrica, con agua de pozo, sin instalaciones sanitarias que hoy aplicamos para disimular la micción y la defecación con la blancura en teoría épica de la porcelana.
En torno a la casa, rodeada de emparrados para las vides trepadoras, había un hórreo donde se mantenían a salvo los cereales, un gallinero, un ‘caseto’ para la matanza de los terneros, un gran establo para vacas y cerdos, un pajar que almacenaba hierba seca durante los inviernos y los asombrosos y muy viejos aperos de labranza, instrumental que parecía de otro mundo.
Las guadañas tenían tres generaciones de edad y los afilados incesantes habían reducido las hojas a grosores mínimos pero letales: ninguna víbora escondida en el prado sobrevivía a un solo golpe de muñeca.
En el estrépito de la espesura, siempre, algún canto de alimaña está repitiendo nuestro nombre en forma de plegaria. Para eso queremos las guadañas.