La relación entre nostalgia y decrepitud es secundada, como tantos otros clichés, con poder teológico y por público universal. Tenemos la culpa quienes despreciamos el presente de forma inarticulada —“el mundo da asco” y otros ladridos desesperados—, y tememos el futuro, porque adivinamos el extravío. Añoramos la constancia y el orden que fueron, o creemos que fueron, y el andamiaje de un pasado comunitario. Sólo los mercaderes de fetiches —y los hipsters, claro, esa tribu aserrinada— acuden a la nostalgia para trastornarla en ideal.
Atravesé la década de los años ochenta calzado —debería decir armado— con unas botas de cowboy. Eran siderales y sistema operativo. Con ellas hablaba el idioma de las pisadas, repetía en pasos largos un código morse, repicando el mensaje telegráfico que otros entendían. En trayectos instantáneos, cinematográficos o caprichosos batía el tambor del mundo. Cuando miro hacia atrás me veo con las botas pegadas a la piel, hambrientas de ciudades grises y tugurios con servilletas sucias.
En los ochenta yo era periodista —eso fantaseaba con ser, como ahora, porque acaso la propia imagen es siempre una distorsión—. Ejercía en una ciudad de provincias donde pocos entre los civiles y ninguno más en mi gremio optaban por el calzado de vaquero. Un sólo zapatero en la ciudad, un viejo artesano silencioso con un local en una calle sembrada de tabernas, las fabricaba según procedimientos confidenciales. Nada se apalabraba, pero era tácito el entendimiento de que las botas tenían garantía de eternidad.
En los años ochenta —vilipendiados y admirados con la misma intensidad por fanáticos y discrepantes, aunque ni unos ni otros, con frecuencia, los experimentaron fuera del corralito de bebé— el calzado era trascendental porque sabíamos que los mapas son música y hay una música escrita para los mapas: la senda es pentagrama; el territorio, canción; los pasos, cadencia…
Fue una década de peregrinaje que vivimos en una tundra opaca, en las catacumbas de la realidad, y el último tiempo en que pude sentirme, sin necesidad de enunciarlo al viento social, underground. El terreno germinaba canciones y nos habían bendecido con el conocimiento mientras el mundo se mareaba con el penúltimo chute de propaganda —“el comunismo, al fin sin máscara”, decían, crédulos e imbéciles—. Héroes de un malpaís sin gloria, no necesitábamos éxito, solo botas.
En una conferencia de prensa, al músico William Paul Borsey Jr., que usaba el seudónimo de Willie DeVille, hijo, como Cristo, de un carpintero, le llamaron la atención mis botas. Tocaba esa noche en la ciudad y me ofrecí a acompañarlo al taller. Estaba metido de lleno en su papel de gitano criollo —una pluma en el sombrero, chaqueta de terciopelo púrpura, bigotillo disciplanado, pelo de jungla…—, disipado —bebía botellas de un ribeiro peleón al que, con el mal paladar proverbial de los yanquis para los vinos, consideraba, porque tampoco son muy precisos con las lenguas ajenas, buono, a la italiana— y prediciendo un rumbo futuro —los veinte años de amor por la heroína eran visibles en el mapa de las venas, otra cartografía primordial de los pistoleros de sí mismos—.
En la tienducha, un cubículo exiguo, Willie se comportó como un caballero. Eché una mano con las traducciones. “Siempre admiré a los artesanos que nos ayudan a estar de pie”, dijo como primer saludo al zapatero. “No olvidaré su tienda. No lo olvidaré a usted. Ahora sé que el destino me trajo aquí para hacer algo más que repetir las canciones que canto cada noche”, fue la despedida. Se llevó cuatro pares de botas: dos de piel de lagarto con tacón cubano y otras dos españolas de montería, germen de las vaqueras que ayudaron a conquistar el Far West.
El concierto de Willie fue mediocre —demasiado vino buono, supongo—, pero lucía como un conquistador con las camperas nuevas. “Puedo contar cualquier secreto, pero nunca compartiré dónde compré estas botas. Sé que nunca tropezaré con ellas”, dijo al público antes de cantar I Broke that Promise, una canción fronteriza y muy triste.
De escenas como esta se compone el storyboard de mi nostalgia, plagado de música para caer al suelo y hacerme huella, música de gatos negros y nubarrones, música de agujas para despertar gritando, música para el camino de montaña, música a velocidad inadecuada… Música para las botas, acaso alguno de los pares que compró conmigo el cantante en la hoy inexistente zapatería, aquellas de las que descalzaron a Willie, por la obligada asepsia clínica que rige en los hospitales, antes de morir a los 59 años.
[…] Tengo bajo la piel de la mano derecha la punta de un lápiz que me clavé en la palma cuando era un crío feliz de pantalón corto. Es ahora una mancha negra, pequeña pero visible, y me gusta considerarla la memoria de mi vida: una nota de atención, una confesión que podrán extraer algún día para que escriba, ella sola, por sí misma, el memorando final. La música de vaqueros tristes cumple la misma función: es el mea culpa que entonan por mí esta gente capaz de llevar trajes Nudie que narran una historia en los barrocos bordados para lucir en el rodeo, cometas visibles en la borrasca de la arena, hombres y mujeres para quienes la belleza es tan simple como encender un cigarrillo con un fósforo o pisar el derrame de la existencia con botas siderales. […]
[…] Tengo bajo la piel de la mano derecha la punta de un lápiz que me clavé en la palma cuando era un crío feliz de pantalón corto. Es ahora una mancha negra, pequeña pero visible, y me gusta considerarla la memoria de mi vida: una nota de atención, una confesión que podrán extraer algún día para que escriba, ella sola, por sí misma, el memorando final. La música de vaqueros tristes cumple la misma función: es el mea culpa que entonan por mí esta gente capaz de llevar trajes Nudie que narran una historia en los barrocos bordados para lucir en el rodeo, cometas visibles en la borrasca de la arena, hombres y mujeres para quienes la belleza es tan simple como encender un cigarrillo con un fósforo o pisar el derrame de la existencia con botas siderales. […]
[…] La música de la fraternidad de los vaqueros tristes cumple la misma función: es el mea culpa que entonan por mí esta gente capaz de llevar trajes Nudie que narran una historia en los barrocos bordados para lucir en el rodeo, cometas visibles en la borrasca de la arena, hombres y mujeres para quienes la belleza es tan simple como encender un cigarrillo con un fósforo o pisar el derrame de la existencia con botas siderales. […]