En mi agenda telefónica de amigos —una oldskool predigital escrita a mano y de tapas adecuadamente rojas— hay cuatro losas funerias, nombres de difuntos que nunca tacharé. Todos murieron en la década de los noventa y eran yonquis, consumidores de la gran droga de la inacción y el cabeceo, la heroína. Dos de las muertes fueron hospitalarias y relacionadas con ajenos cuadros clínicos. Las otras se registraron de manera más funesta: con la jeringuilla puesta. No cometeré el insulto de hablar de sobredosis —el término de los forenses, los policías y los periodistas con propensión a la vagancia—: una droga depresora como la heroína no mata nunca en minutos. Sólo es posible morir con la aguja en la vena si te inyectas material mezclado con el veneno que ha servido para que obtenga más réditos algún implicado en la cadena del negocio.
Toñito —usaré sólo los nombre de pila, no me hacen falta otros— tuvo el medio minuto suficiente para asomarse a la ventana de su casa, un primer piso, cuando de inmediato supo que aquel chute podía ser el último. Gritó pidiendo ayuda, chilló como el honesto punk que era, pero el público dominical de la calle punteada por tabernas y otros despachos de intoxicantes, no hizo caso al rostro cada vez más pálido y desencajado del treintañero cuyos decibelios molestaban tanto cuando ponía discos. Los paramédicos certificaron el deceso con solvencia y algunos medios glosaron la obra hardcore como cineasta y softcore como ser humano del fallecido. Puedo citar en mi honor que, en los frecuentes viajes de regreso a la ciudad desde la sede de la cadena de televisión en la que trabajábamos, le demostré que Creedence eran más sediciosos que los Clash.
Llamada así por sus cualidades «heroicas» (heroisch) y por la atractiva pose gótica que, como dice Antonio Escohotado, permite al consumidor mostrarse «adorador y víctima de una droga infernal», la heroína vuelve a ser una posibilidad para buscar un paraíso artificial. Las muy oportunas guerras occidentales contra Afganistán —que produce el 85% de la sustancia que circula por el mundo— han ayudado a que las cosechas de adormidera aumenten y el precio baje pese a que la pureza es mayor que nunca. La muerte del actor Philip Seymour Hoffman en 2014 tras inyectarse heroína no fue una casualidad aislada. En 2015 y por primera vez en la historia, el número de víctimas por disparos de armas de fuego en los EE UU (12.979) fue inferior al de personas con el émbolo recién empujado hacia la aguja y el torrente sanguíneo (12.989).
Xesús y Lois eran artistas, atractivos y ocurrentes. Uno y otro murieron agotados por el mismo virus —»una gran enfermedad con un nombre corto», como cantó Prince—. Los dígitos de sus vidas lacónicas (39 y 37 años) me convencen de lo despreciable de quienes nos quejamos de la falta de tiempo: Xesús y Lois hicieron de la creación una forma de ser y de la elegancia un sistema. Fueron dandis puros, cultos, interesados en escuchar e intentar entender. En sus casos, la heroína era la necesidad de aturdimiento complementaria a una velocidad sensorial de cometas. Los quise y admiré más allá de que aparezcan en las enciclopedias. Volví a pensar que los ángeles intervienen en la vida cuando ambos, uno tras otro, vivieron con la misma mujer, la flamante Piedad, que dribló la muerte acaso gracias al nombre con que la bautizaron.
La peripecia más hard-boiled de mis amigos muertos fue la de Rolando, compañero de piso en el Madrid de nuestras calamidades y venturas. Esmaltador, dibujante y ánima intranquila con mala suerte en la jugadas de la fortuna. Le recuerdo en su boda, en un bar de nombre pertinente, Macondo, y, al cabo de dos años, desnortado, vidrioso y sableando el coste de otra papelina con mentiras a los amigos. Yonqui de divisiones inferiores, compraba el material en los cerros-miseria de los lolailos, encumbrados sobre la ciudad pero ajenos para sus buenos ciudadanos. Una noche ávida, Rolando no podía esperar y se metió el pico bajando hacia los barrios decentes. Le habían vendido veneno y, tras el alba, encontraron el cuerpo en una cuneta inmerecida.
No podría vivir sin William Burroughs, uno de los artistas más indóciles del siglo XX. Murió en 1997, en la misma época que mis amigos. Como él, también yonqui aunque protegido por una fortuna familiar de tamaño afgano, Toñito, Xesús, Lois y Rolando nos dejaron sabiendo, y yo también lo sé, que «has de estar en el Infierno para ver el Cielo» y que colocarse es «la liberación momentánea de las exigencias de la carne temerosa, asustada, envejecida, picajosa».