En mi agenda telefónica de amigos —una oldskool predigital escrita a mano y de tapas adecuadamente rojas— hay cuatro losas funerias, nombres de difuntos que nunca tacharé. Todos murieron en la década de los noventa y eran yonquis, consumidores de la gran droga de la inacción y el cabeceo, la heroína. Dos de las...
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