Bye, bye, Chuck,
Estaba preocupado por las consecuencias de no poder reintegrarte la deuda. Me amedrentaban tu mal humor proverbial, tus ganas de venganza, tu creencia certera de que te hurtaban el trono, tu demanda contra el inocente Brian Wilson por aquel plagio que solo era reverencia, la temible enseña de tu bandera: «el nombre de este juego es billete de dólar»…
Mi déficit era demasiado alto para un prestamista de pelo grasiento. El bulto de la navaja era aterrador.
Dabas un poco de miedo a pesar de que sembraste de luces azules todas las noches, mandaste de paseo a Beethoven, organizaste una rebelión contra el aburrimiento en las aulas, proclamaste el sexo como único ritmo —lo practicaste con chicas menores de edad y te encarcelaron porque eras negro—, gritaste contra el asco de la alienación adulta…
Mucha lascivia, mucha dinamita.
Ningún rocker debería morir a los 90, cuando no sirves para nada. En cuanto tienes una entrada en las enciclopedias deberían omitirte. Tu vida, Chuck Berry, tu ilustre poemario de tres acordes, merecían premura y ningún aplazamiento.
Descansa, viejo. Hazlos bailar en el infierno como muñecos de trapo.