En Madrid, ciudad de la que acabo de regresar, llamé al teléfono de un muerto. En el desierto del buzón había dejado el formulismo de rigor: vamos a vernos, el jueves es buen día para mí, un abrazo…
Al día siguiente recibí respuesta. Contesté en la creencia de que escucharía al titular de la línea, mi amigo Germán Suárez Pazos. Presentí las sombras cuando habló su compañera, P., que tenía la voz preñada de guijarros.
— Hola, Jose Ángel. Soy P., no sé si te acordarás de mí… Te llamo porque sé del aprecio entre Germán y tú… Aún no he dado de baja el teléfono precisamente porque llamarán sus amigos… Germán falleció hace quince días: un derrame cerebral mientras dormía.
Todo aviso de muerte es similar: seco y paralizante.
Desde hacía unos pocos años, Germán sorteaba, con buenos pronósticos clínicos, un cáncer de pulmón. Importa mucho menos el detalle que la verdad de un ser humano fabuloso que nunca mostró cansancio de repartir luz a su alrededor, como bien intuyeron los chiquillos de China que se acercaban para tocar la inmensidad del cuerpo y la pelambrera flotante de aquel hombre que solo hablaba castellano, gallego y francés. Tal vez también por la falta de pericia que Germán demostraba en las formas globales de falsa educación, a los niños les parecía Buda.
La poca memoria que me ronda como un chacal ha desvaído muchos detalles, pero Germán goza de la permanencia dentro de mí. Estoy seguro de que, como lector infatigable que era, estará ahora de parranda —extensas partidas de mus incluídas— con Kipling, Conrad y Chesterton.
[…] queda muy poco que pueda considerar mío. Algunos amigos, entre ellos los tocayos Germán Coppini y Germán Suárez Pazos, que vivían en nuestra calle, unos portales más abajo, murieron antes de tiempo, antes de que nos […]