A diferencia de los demás animales, los humanos necesitamos un propósito y el mío fue, durante un tiempo, completar los atardeceres atlánticos con los del Pacífico.
Como en muchos asuntos, también en la calidad de estos últimos padecía de confusión: los imaginaba plácidos cuando, como comprobé al vivir en San Francisco, son de ventosa voracidad.
Recojo y agrupo unas cuantas fotos —todas analógicas, una práctica que, como tantas, he abandonado sin más motivo que la dejadez— que permanecían, como vagabundos sin alojamiento, desacomodadas en los discos duros.
He olvidado mucho, pero no serán nunca los habitantes de San Francisco vecinos de mi indiferencia. Como los atardeceres de la bahía, tienen ánimo de ventisca: te golpean la cara para que abras los ojos.