Es un tipo flaco y con agallas. Se enfrentó a los antidisturbios de Génova, que en la contracumbre del G8 de 2001 acababan de matar de un tiro y posterior atropello a un joven anarquista —“en defensa propia”, declaró la indecorosa sentencia absolutoria—. Paul Kingsnorth (1972) vive en la boscosa Cumbria, la zona más boreal de Inglaterra. Dicta talleres gratuitos para enseñar a usar la guadaña, la antiquísima herramienta para el corte de hierba, y siega heno cada día. “Si lo has hecho bien, deberías ver largas hileras onduladas de hierba amontonada y claras franjas entre ellas. Es una vista que habría resultado familiar a cualquier habitante medieval de este viejísimo continente”, escribe en uno de sus ensayos, Ecología oscura. Buscando certezas en un mundo postverde, que se puede encontrar en Internet y comienza con una cita de Leonard Cohen: Toma el único árbol que queda / Y úsalo para rellenar el agujero de tu cultura.
Figura notable del ecologismo y la antiglobalización desde los años noventa, habitual detenido por encadenarse y paralizar obras del pseudoprogreso, exdirigente de Greenpeace, Kingsnorth acepta ahora la derrota: el triunfo de la naturaleza. Es una de las voces contrarias al proteccionismo verde clásico, porque la batalla está perdida y lo honesto es reconocer que la Tierra no nos necesita y puede seguir existiendo sin nosotros. Kingsnorth preside el Proyecto Montaña Oscura, un grupo de personas que ha dejado de creer en las teorías de autodefensa de la nociva civilización humana: el mito del progreso, el antropocentrismo renacentista y el romanticismo del siglo XVIII, que fusionó la divinidad cristiana con el equilibrio ambiental.
El inglés de la guadaña y el estadounidense Timothy Morton (1968), filósofo y autor de los dos libros fundacionales de la llamada ecología oscura —Ecology Without Nature y Dark Ecology: For a Logic of Future Coexistence, ninguno traducido al castellano por nuestro perezoso sector editorial—, opinan que es necesario sacudirse del obsoleto paternalismo de los verdes que basan toda estrategia en el verbo “proteger”, curiosamente el mismo que justifica la represión social del te pego para que aprendas… Los oscuros quieren introducir en el discurso ambientalista la vacilación, la incertidumbre, la ironía, la negatividad y el horror. Aceptan que el fin de la raza humana es más que posible y admiten “nuestra convivencia con las sustancias tóxicas que hemos creado y explotado”. No es inacción: es ser responsable, aceptar la pena y pagar la deuda.
Convencido de que llevamos dentro la semilla del mal, la fe ciega en la “teología de la complejidad” —pensar que es más efectiva una desbrozadora mecánica que una guadaña, por ejemplo—, Kingsnorth acusa a la “vieja guardia” verde de predicar el mismo “tecno-optimismo” de hace un siglo: “Es el trasnochado relato de salvación de la Gran Ciencia, la Gran Tecnología y el Gran Dinero a través de las lentes de Internet y adornado con un discurso farisaico sobre salvar a los pobres y alimentar al mundo”.
Su credo personal está basado en cinco pautas para alcanzar la descivilización:
- Uno: retirarse sin cinismo, de manera crítica.
- Dos: preservar la vida no humana y actuar sabiendo que eres parte del “imperio humano, la mayor amenaza” histórica para la Tierra.
- Tres: ensuciarse las manos —“realiza un trabajo físico al aire libre, rodeado de cosas que no puedes controlar, olvida el ordenador portátil y deshazte del smartphone si tienes uno”—.
- Cuatro: sentir que la naturaleza tiene valor más allá de la utilidad —“siéntate sobre la hierba, acaricia el tronco de un árbol”—.
- Cinco: construir refugios —“pregúntate: ¿qué poder tienes para conservar lo valioso: criaturas, destrezas, cosas, lugares? ¿Puedes trabajar, con otros o en solitario, para crear redes que sirvan como refugio ante la tormenta que se está desatando?—.
Se trata de salir de la burbuja humana, entender que no somos el punto y final del planeta, comprometernos con el mundo no humano y elaborar teorías, sí, pero con tierra bajo las uñas. Antes de acabar cada día, Kingsnorth afronta la tarea más trascendente: ir al prado con la guadaña y “cortar grandes franjas de hierba, el filo brillando a través de la vegetación, dejando elegantes hileras onduladas detrás de mí. Voy a avanzar siguiendo el terreno, vaciando mi cabeza, manejando la tierra no como un dios sino como un arrendatario. Voy a reflexionar sobre el hecho de que la tierra es más vieja y más dura que la máquina que la está devorando (…) y que el conocimiento no es lo mismo que la sabiduría”.