Imposible sangre fría

04/10/2016

incoldblood

Comienza así: “El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman allá”. Más de 400 páginas y 130.000 palabras después acaba así: “Se fue hacia los árboles, de vuelta a casa, dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de las voces del viento en el trigo encorvado”.

En una y otra frase está todo: la narrativa sin pausa, como una cinta grabada hablando al lector; el fracaso de la paz rural de las llanuras donde, en un instante pavoroso, aparecen los monstruos; el neorrealismo tan extremo que muta en antirrealista en la figura final del desesperanzado rumor de las espigas…

A sangre fría, que en enero cumplirá medio siglo de su publicación en libro, es, como escribió algún crítico, una obra sobre “gente insustancial”. Desde el principio sabes el final —cuatro asesinatos en 1959 de una familia de granjeros que sólo dejó de ser anónima tras la matanza; un botín grotesco de 50 dólares escasos, un transistor portátil y unos binoculares, y dos culpables —outsiders de poca monta, tarados emocionales con suicidios y alcoholismo en el pasado familiar…— que morirán ajusticiados por ahorcamiento.

Durante casi seis años, el autor, Truman Capote, no usó grabadora, ni siquiera bloc de apuntes para hablar con centenares de personas, entre ellas los asesinos. Usó a su amiga la también escritora Harper Lee para vencer suspicacias —en el rural de Kansas no era fácil que confiasen en un amanerado esnob y homosexual— y se encomendó al mejor sistema de almacenamiento, los cinco sentidos, para tomar notas a estilográfica tras cada jornada. Llenó ocho mil páginas.

Antes de ser libro, A sangre fría, fue distribuida como serie en cuatro números sucesivos de finales de 1965 de la revista The New Yorker  —que pagó todos los gastos de la investigación—. La publicación estaba entonces dirigida por William Shawn, un tipo bajito y modesto con claustrofobia a los ascensores.

Medio siglo después, la obra de Capote —que le costó la cordura y agotó sus dotes como narrador, un precio que parece barato por la gloria del libro que nos dejó, una lectura preceptiva y transformadora— es también el paradigma de la grandeza de los medios de comunicación periódicos, la ética del reportaje como sostén de una forma de explorar el mundo con visiones panorámicas, holísticas, para indagar mediante la metafísica del detalle la poesía de los comunes, en la que también cabe, por supuesto, la brutalidad de los humanos convertidos en fieras.

Nos toca a los periodistas y a los editores —entre los que ya no abundan los compromisos con el texto— preguntarnos por qué y cómo hemos llegado a reducir la idea de historia a 140 letras y espacios, cómo hemos dejado de lado la sangre fría y justa de pedir a los comunes que nos hagan mensajeros de su poesía.

[Escrito para 20 minutosPDF]

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