Uno de mis pulmones está oprimido. Prensado y falto de espacio, provoca que la celda torácica y la espalda se duelan. A veces dar un paso es tan comprometido como subir una pared de roca.
Respirar tampoco resulta natural como debiera. Cuando inhalo soy una máquina falta de lubricante y cuando exhalo sueno como un ave que desfallece ante la magnitud serena del atardecer. Hay cierta grandeza en desinflarse: al menos te impide formar parte de la tribu en alza de la pompa y la certidumbre.
El conflicto, al parecer, nace del diafragma, que ha perdido la forma original. El mío ha dejado de ser una ordenada fuga de Bach para convertirse en una pieza free de Ornette Coleman.
El madero de mi cruz es un diafragma giboso. Al parecer, repito: aún no hay certeza pese al dolor y tras casi dos años de médicos tan inútiles como alemanes —ambos atributos, alemanidad e ineptitud, según mi experiencia, son análog0s—.
Mal duermo sentado, con la espalda apoyada en cojines que forman un ángulo recto entre el colchón y la pared. Esa postura tiene algo de trampolín desde el cual saltar para derrotar a la egolatría.
Peter Wessel Zapffe, noruego, filósofo, literato, experto en marionetismo, consideraba la existencia humana una tragedia, una «hermandad de sufrimiento entre todo lo que está vivo».
Anoche encontré un trago de agua fresca en la obra inclemente de Zapffe: «Amemos nuestras limitaciones, porque sin ellas no quedaría nadie para ser alguien».
Soy una marioneta huérfana de si misma, sin cordaje, sin atadura al diafragma. Anúdame con las jarcias de mi estancamiento.