Manuel Vilas escribe en ‘Ordesa’ la autobiografía de todos

23/02/2018

cubierta libro“En España nadie quiere exhibir nada. Nos vendría muy bien escribir sobre nuestras familias, sin ficción alguna, sin novelas. Solo contando lo que pasó, o lo que creemos que pasó”. Leo con un ligero destiempo —el contrarritmo es buen socorro para eludir el contagio de la publicidad— el libro de Manuel Vilas que ha agotado las existencias de adjetivos explosivos, Ordesa, una crónica que debe ser atendida con sobriedad y silencio.

Vilas (Barbastro-Huesca, 1962) tiene la cabeza cincelada con las líneas redondeadas de los labradores. Nunca sería contratado como figurante para interpretar a un literato de salón en una teleserie. La estremecedora autobiografía —es baladí preguntarse si hay invención en el texto, armado con estructura de novela— se lee en estado agónico y en comunión con los protagonistas. Valiente como todas las víctimas, siempre “excrementales”, “irredimibles”, “despreciables”, el narrador carga con la amargura de los derramados y, ajeno a afanes de venganza, reparte como exvoto la rama de un arbusto de secano, un espinoso y bravo ramaje, silueteado en la cubierta de Ordesa sobre el cruel tono amarillo de la locura, las banderas y la descomposición.

Desde hace años, quizá desde el Dostoievski de mi tardoadolescencia, ningún libro me había llevado a la una similar comunión de lejía y pan, sabiendo, como advierte el narrador, que “nunca fue fácil oler a limpio”, porque no se ha de olvidar que “si hueles a limpio, es porque otros están sucios”. Estremecido ante el espejo donde me duplico (como ante todo libro verdadero) con “la cara de susto de esos ancianos, esas caras de pena profunda, de miedo lento, de desvalimiento y de pérdida de la voluntad. Tal vez sea mejor no llegar a ese estado. La cara de los ancianos es la cara del que pide misericordia a los hombres jóvenes”.

Ordesa contiene la muerte del padre y la madre de Vilas, los silenciosos bramidos de un divorcio, la traición del alcoholismo, la inevitable condición de contrato fracasado de la paternidad, sabiendo que será inviable que los jóvenes que vienen opten por la “pobreza desactivada moralmente, la pobreza en sociedad” y “la vida errante, el caos, la inestabilidad laboral y la libertad”…

Estamos ante la más radical lectura reciente de España, mucho más valiente que los extremismos de la indignación y sin la discursiva aerofagia de los cánones literarios profesionales. Somos un país revenido en un “museo de sequedad, de silencio, de soledad, de suicidio, de sordera y de sufrimiento”; residimos en una “noche avarienta de pan y carne” campesinos, en una genética de locos, de “terror y angustia y error”; no nos atrevemos siquiera con el “primer gesto de emancipación hacia lo extraordinario (…), reconocer nuestra vulgaridad”; entregamos el pasado y condenamos a los mayores de cincuenta años a ser enigmas que no podemos ni queremos resolver», escribe Vilas. Somos, en fin, una suma alienada de “voluntades cansadas”.

De este libro ejemplar que leo como arropado por la casulla de un mártir de Zurbarán es difícil salir entero. El lector, como el padre de Vilas, sometido a la cremación con gasoil, es depositado en una urna, a su vez colocada dentro de una práctica bolsa de plástico azul. Con ella de la mano el huérfano ha de salir al mundo para regalarnos una bien merecida y consoladora patada en los dientes: la autobiografía que todos merecemos.

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Esta pieza fue escrita para ser publicada en las páginas de opinión de 20 minutos. De la sección he sido apartado, de manera que aquí queda el texto, tan huérfano como el gran Vilas.

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