Galería de héroes ocultos

25/03/2020
heroes
Nueve de mis ‘héroes’

El barrio de mi segunda etapa como residente en Madrid tenía trazas de aldea. Conocía y me conocían: la florista, los camareros, la familia que despachaba cigarrillos, los fruteros, el pescadero, los quiosqueros, la elegante dueña de la licorería, los niños…

«Hola, ¿cómo estás?» no era formulismo, nota al margen, sonaba a poema…

H. y yo vivíamos en una buhardilla luminosa, casi encaramados a la espalda de los vencejos y sus travesuras. Combatíamos el frío lacónico del invierno rebuscando maderas apolilladas en los contenedores de los edificios en reforma y montando luego hogueras con tocones y restos de vigas en la chimenea.

Éramos incapaces de guerrear, por supuesto, contra el secarral del verano, cuando la casa era una hoguera en sí misma y nosotros, las tablas desnudas y ardientes. A veces pienso que nuestro sudor empapa todavía las paredes de aquella casa.

En el barrio —entregado poco más tarde a la glotenería del capitalismo para explotar otro patio de recreo dedicado a los turistas del hedonismo milenial— queda muy poco que pueda considerar mío. Algunos amigos, entre ellos los tocayos Germán Coppini y Germán Suárez Pazos, que vivían en nuestra calle, unos portales más abajo, murieron antes de tiempo, antes de que nos regalaran mucho más de lo que ya habían regalado.

Cuando regreso al barrio tengo la convicción de que nada allí me pertenece. Las calles están sometidas a una planimetría ajena a este mundo.

Ni siquiera puedo concebir que en aquel escenario recibí golpes emocionales con intensidad de seísmos: por ejemplo y sobre todo, las muertes de Roberto Bolaño y David Foster Wallace, a quienes, con una licencia de seguro exagerada, consideraba como los hermanos que nunca tuve.

Entre 2006 y 2008 sufrí un agudo apagón psíquico. Estuve de baja médica casi dos años, diagnosticado como víctima de una crisis de ansiedad depresiva: ataques de pánico y vértigo, mareo constante, náuseas y una uña-caterpillar cavando una zanja en mi pecho.

No me sacaron de la cloaca las píldoras y los siquiatras, sino la práctica de los retratos callejeros en las calles del barrio. Escribí en esta web:

Quizá la tristeza jugó un papel determinante en la decisión, por lo demás bastante irreflexiva, de lanzarme a las calles cada día, en sesiones de mañana y tarde, y hacer fotos en busca de un desesperado bálsamo contra el dolor. Quizá fue el exceso de tiempo libre del que disponía, quizá la certeza de que ya no podía escribir porque las palabras, que en otras crisis anteriores me habían ayudado (…), se habían desvanecido, quizá simplemente la voracidad digital me ayudó en el empeño…

¿Me ayudaron los retratos de aquella temporada —debo retenerme para no acudir al rimbaudiano y pedante añadido de en el infierno (infernal es la vida, debe serlo por imperativo moral)—? ¿Fueron una senda de curación, el movimiento desesperado de buscar reflectantes —aquí llega Arturito de nuevo: «yo soy otro»— para convencerme de que la caterpillar no siguiese hollando mi corazón?

No soy capaz de responder, no creo que pueda salir nunca del rebufo de aliento de lobo de la angustia: sé que caeré y volveré a levantarme. Este ballet es largo y las caterpillar son mecanismos construidos para la permanencia.

Aunque llegué a censar a centenares de convecinos de toda edad y condición, optaba como sujeto preferido de aquellos retratos —a veces robados, a veces cándidos, pactados— por las personas mayores. Siempre pensé que al permancer entre nosotros con una casi siempre silenciosa elegancia, o un no menos silencioso dolor, ofrecen un culminante ejemplo de dignidad.

Hasta el momento en que escribo esta entrada, un centenar de personas mayores han muerto por la epidemia de covid-19, aislados y en soledad, en residencias de ancianos madrileñas. No hay cifras oficiales porque a nadie parece interesarle el conteo de una realidad aberrante. Ni siquiera se aportan nombres. Tengo la impresión de que se trata de un modo postmoderno de eugenesis. Son viejos, ¿verdad?. En cualquier caso, les quedaba poco.

Mi madre reside en la misma residencia pública de ancianos en que vivió durante los últimos años de mi padre. Tiene 94 años, está en cuarentena. Cuando la llamo a diario presiento que estamos hablando por última vez.

Pensando en ella y en los muertos fantasma de Madrid he comenzado a republicar cada día en el blog que uso como archivo fotográfico uno de los retratos que me ayudaron a salir de la depresión. También los llevo a mi cuenta de Twitter, la única red social en la que mantengo cuenta.

Añado un texto, que pueden leer en el tuit de abajo, que quiere otorgar categoría de héroes a estas personas anuladas a la fuerza por el darwinismo del poder juvenil y sin corazón que nos maneja y condena.

Seguiré mostrando a los mayores madrileños que con tanta profundidad me ayudaron. Son un espejo de aquellos otros a los que ahora yo no sé ayudar de otra forma. Son un espejo de mi madre, que merece otra forma de ocaso.

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