No puedes ser independiente en la república del fútbol

07/02/2017

distefanomundodeportibvo

Di la mano a Di Stéfano obligado por mi padre, que consideraba más adecuado para un hijo ser fanático del Real Madrid que astronauta. Sucedió en agosto de 1963, en el aeropuerto de Maiquetía, en la ardiente costa central venezolana. Decenas de emigrantes españoles recibieron al equipo, que participaría en la liguilla de verano que llamaban, con mucha prosopopeya, Series Mundiales de Caracas. Yo era un retaco de ocho años y nunca había visto jugar —en realidad prefería el béisbol— a aquel señor ya casi calvo que me ofreció una sonrisa distante desde sus 178 centímetros. “Don Alfredo, le presento a mi hijo. Es un gran admirador suyo”, dijo mi padre, embustero como un diplomático.

Durante el torneo, un grupo guerrillero impulsado y financiado por el castrismo cubano, se llevó secuestrado al ídolo —que estaba entonces iniciando la decadencia pero todavía era el líder de un equipo que había ganado siete ligas españolas y cinco copas de Europa— y lo mantuvo encerrado en un piso de la capital venezolana durante setenta horas. ¿Peligro? Ninguno. El único objetivo del comando era que resonara en el mundo la realidad de que la democracia venezolana era una farsa asentada en la explotación corrupta del rico país. El nombre en clave de la operación apuntaba hacia otro régimen despiadado: Julián Grimau, el comunista que acababa de fusilar el franquismo tras un juicio-farsa. El jefe de los subversivos, hijo de asturianos, era Paul del Río —que usaba el nombre de guerra de Máximo Canales— y llegaría a ser un pintor de modesta valía. Después de fumar mucho, alimentarse de pizzas y perritos calientes y jugar al dominó con los guerrilleros, Di Stéfano fue dejado en la calle sin un moratón. “Si hay tiros, denme una pistola, no quiero morir como un conejo”, pidió antes de la liberación temiendo un enfrentamiento con la policía que peinaba la ciudad en busca del ídolo.

De todo aquel bullicio heredé el madridismo irracional de mi padre. No había retransmisiones televisadas de partidos, pero la radio, con la querencia proverbial de los locutores hacia los merengues, construía una fantasía heroica. Mi fervor decayó poco a poco. No encontraba razón alguna para venerar al fútbol, que consideraba una forma de pastar de 20 tipos tan aburridos como el ganado vacuno —los porteros ni siquiera mueven las piernas— y, cuando regresé a España en 1973, mis héroes deportivos se habían quedado en la otra orilla del Atlántico: Roberto Clemente, el mejor pelotero de la historia, y Muhammad Ali, el boxeador con alma de mariposa. Entonces conocí a Cruyff y vestí por primera vez mi espíritu de blaugrana. Yo también quería moverme con esa picardía, intentar lo imposible, escribir torcido, retroceder para avanzar…

Me aturden tanto los militantes del futbolismo como los políticos: ambos, cegados por una especie de fervor genético; ambos, incapaces de la duda… Nunca me resultó difícil amar a uno u otro equipo según la calidad poética del juego: me maravilló tanto el estrambótico circo que montaba Maradona allá donde dictara clase magistral de malabarismo, como los haikus de perfecto silencio de Mauro Silva, Fran y Bebeto en el Súper Depor o los prodigios de twist and shout del trío de rock and roll, Xavi, Iniesta y Messi. La alquimia del fútbol suele llevar aparejada la condición gregaria de la tribu, la barra brava, la cercenada libre expresión: no puedes ser independiente en la república del balompié. Tampoco puedes mencionar que los ídolos del deporte, quizá con excepciones que desconozco, son socialmente inmorales, desatentos hacia sus iguales, defraudadores con las arcas públicas y ladronzuelos muy dotados para un juego pero inútiles como ciudadanos.

Una de las últimas conversaciones que mantuve con mi padre antes de su muerte fue sobre mis traiciones al Real Madrid al que veneré en mi lejana niñez. Ya lastimado por el cáncer, mencionó con desprecio a los “bajitos” del Barcelona —anoto que los González no solemos superar el 1,60— y expresó su admiración por Cristiano Ronaldo, esa mutación que parece creada, también emocionalmente, in vitro. “¿Sabes que es el hombre con más amigos del mundo?”, preguntó. “¿Hay un censo?”, dije. “Lo pone el periódico. Tiene más de un millón de amigos”, respondió. Más tarde abrí el diario deportivo y vi que se trataba de los contactos del madridista en las redes sociales, nunca de lo que mi padre entendía por amigos: alguien con quien dedicarse a la compleja simpleza de jugar al dominó.

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