Si alguien ha puesto en entredicho todos los dogmas, tópicos, trivialidades y demás vulgaridad del rock and roll —un género en demasiadas ocasiones tan complaciente como la ópera o el fútbol profesional—, el mérito corresponde a The Residents, el colectivo anónimo de iconoclastas que, desde 1972, hace cuarenta años, dinamita con métodos libertarios todo aquello que está pidiendo pólvora.
Son de San Francisco, en California, patria de los símbolos, naranja dorada que esconde, en su perfección externa, el gusano de la podredumbre, y no tienen rostro conocido (las teorías sobre su identidad real van de lo risible: los Beatles, a lo razonable: músicos de avant garde con pretensiones de convertirse en el Sendero Luminoso del pop), aunque parecen estar relacionados con el músico-artista Homer Flynn (1945), que ha actuado como portavoz del grupo en algunas entrevistas.
Hoy quiero hablar de una de las obras maestras de The Residents: Commercial album (1980), reeditado en 2005, cuando cumplió un cuarto de siglo, en una versión especial, con el añadido de los clips grabados para la promoción inicial de la obra, considerados los primeros vídeos musicales de la historia y, como tal, exhibidos permanentemente en el Museo de Arte Moderno de Nuevo York.
Siempre conceptuales, The Residents basaron la obra —presidida en la carpeta por las caras boca abajo de John Travolta y Barbra Streisand— en una verdad innegable: las canciones de pop no contienen, en el mejor de los casos, más de un minuto de música, siendo el resto una simple reiteración de coros, frases-puente y divagaciones en torno a una melodía central.
Añadiendo esa premisa a la también similar duración de los jingles publicitarios (como cada día parece más claro, la verdadera música popular de nuestro tiempo), construyeron un disco con cuarenta canciones de un minuto cada una.
¿Una broma? No, desde luego. Commercial album es algo mucho más serio, lo cual no significa —como a menudo entienden los valedores del rock como ejercicio meramente simiesco— aburrido ni vanidoso. Como poco y sin darle demasiadas vueltas, se trata de una premeditada y merecida banalización sobre la permanente traición del rock a sus ideales rebeldes.
En lo musical, el disco deambula por los caminos secundarios que The Residents conocen tan bien: las corales extravagantes, la repetición intoxicada, la música grotesca, el ruido de escucha fácil y la electrónica de kit.
Para reducir a un ejemplo pertinente por donde van las letras, valga esta estrofa de la canción de amor —pronunciése con sarcasmo— Love is:
El amor es soledad dividida por otro amor es sólo vivir para la soledad dividida por otra y saber que la vida es soledad.
Sin signos ortográficos, sin límites: así son The Residents, tan ineludibles como Captain Beefheart, Frank Sinatra, György Ligeti, los Rolling Stones, Buenaventura Durruti y Groucho Marx.
Pueden ser indigestos, pero nunca mueven a la indiferencia.
Inserto abajo dos vídeos. El primero, Swastikas On Parade, es una pieza del disco The Third Reich Rock and Roll (1976), una sátira-pastiche de algunas canciones que parecen haberse convertido en griales intocables para el fundamentalismo nostálgico-roquista (Hey Jude, de los Beatles; Simpathy for the Devil, de los Rolling Stones; Light My Fire, de los Doors…). El segundo es la actuación de los Residents en un plató de TVE, en junio de 1983 (un tiempo que desde el presente parece el futuro), en el programa La edad de oro, tan pomposo en intenciones como gozoso en contenido musical.
[…] locura de ver en la televisión pública a maquinarias de matar como Psychic TV, Cabaret Voltaire, The Residents, Tom Verlaine, Tuxedomoon, The Durruti Column, Alan Vega…, habitantes de los barrancos […]