Patria vacía

19/07/2016

Foto: j.a.g.

La primera vez que entramos en la iglesia —descubierta por el azar del vagabundeo en un lugar de la meseta castellana que no voy a nombrar— sólo tuvimos que desanudar un cable colocado entre dos alcayatas en el portón. Pese a la techumbre en parte colapsada, el interior estaba casi intacto. En la sacristía, dentro de una cajonera de roble, encontramos estolas, casullas, albas, cíngulos, mantelería y paños. Los ropajes litúrgicos habían soportado el abandono con dignidad, incorruptibles como algunos cadáveres de santos.

“Te mostraré el miedo en un puñado de polvo”, proclama uno de los versos del poema La tierra baldía, el cántico de 1922 de 434 líneas donde T.S. Eliot ensambló el santo grial en la rueda del dharma mientras a su alrededor muchachas seductoras escribían un nuevo catecismo con el único dogma del champán. En aquellos tiempos de licencias la iglesia hoy abandonada sólo importaba a los vecinos de la comarca, ajenos al pánico existencial que Eliot adivinaba en el contacto con la tierra. Entraban al oficio dominical con la aceptable vanidad de quien huele a cebada, trigo, remolacha azucarera, maíz, patatas, centeno, avena, tomates, cebolla…, aromas compatibles en decencia con el brocado de hilo de oro de las estolas del cura.

Acabo de leer un libro extraordinario sobre nuestro país despoblado. En La España vacía (Taurus), un ensayo donde lo literario enhebra lo social con lo histórico y lo económico, Sergio del Molino (Madrid, 1979) sostiene que la gran oquedad sin almas en el territorio de la península —por entero ambas Castillas, Aragón, La Rioja y Extremadura y partes de Galicia, Cantabria, Murcia, Valencia y Andalucía— es “nuestro propio cuerpo y su conciencia”. No es una obra nostálgica porque Del Molino no es plañidero y opina que “tocar esas ruinas, pasear entre ellas, es pasearnos. No es que reconozcamos ese paisaje, es que somos él. Somos esa España vacía, estamos hechos de sus trozos. Es la única forma plausible de patriotismo que le queda a un español”.

Un año después nos detuvimos de nuevo en la iglesia. En un primer momento creíamos que nada había cambiado excepto la mayor cantidad de excrementos de aves, pero una segunda mirada reveló que faltaba la pila bautismal, una pieza tallada en roca de granito y a todas luces procedente de una iglesia más antigua, con seguridad del románico tardío. Supimos luego que un camión con un brazo de grúa adosado al chasis se la había llevado una noche. El robo solo fue denunciado por los ladridos inútiles de algún perro demasiado viejo para ser héroe.

Desde que tengo memoria he sentido la llamada de drástica ternura de los espacios horizontales y al borde de lo infecundo. He devorado el libro de Del Molino —que se otorga la condición generacional de “viejóven” (“no tenemos edad ni vivimos en ningún sitio” y procedemos de “un lugar que no existe o está a punto de dejar de existir”)— para concluir, como él, que el espacio donde nada sucede es una necesidad vital. Comulgué esa eucaristía en sierras altas ourensanas, desfiladeros calizos de Soria, espinosas llanuras de Ciudad Real, brúsquedas monotonías de Aragón, valles silenciosos de Burgos…, lugares donde la densidad de población es menor que en el desierto del Sáhara.

Hay mucho vacío en España —el 53% del territorio está ocupado por el 15,8 de la población, porcentaje que desciende al 9,9 si descontamos los centros administrativos—. Las fotos nocturnas tomadas desde satélites muestran una enorme mancha central negra con un gran punto luminoso, Madrid, desagüe imantado que se traga al 13,7 de los pobladores de todo el país. En la inmensa Mongolia, con una superficie equivalente a tres veces la de España, cada ciudadano tiene por ley derecho a 0,7  hectáreas de terreno —7.000 metros cuadrados— que puede reclamar cuando desee. Si trasladáramos la norma con espíritu matemático, a cada residente de la España vacía le tocarían 5.300.

Cerca de la iglesia saqueada vive una mujer que, por necesidad de cortar con la sociedad, habita en un villorrio donde aún es posible escuchar ecos paganos, celtíberos, musulmanes, judíos, cristianos viejos y mozárabes. No piensa, como Del Molino, que la repoblación no es posible y solo resta tenerla presente como una poética nacional. Nuestra amiga ha abierto una casa de comidas que no publicita y profesa el antojo de negarse a servir a los pijos madrileños, guateados como para una montería, que aparecen los fines de semana. A la puerta del local, un escrito a mano proclama la revolución con ferocidad de guillotina: “No hay wi-fi. Entren y hablen entre ustedes”.

[Escrito para mi sección Las crónicas del cronista en el diario 20 minutos] [PDF]

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