Desde hace tres semanas vivo esperando que el despacho de agencia se me clave en el pecho como un cuchillo impersonal preguntando quién, cuándo, dónde, cómo y, sobre todo, por qué.
Así es el mareo que me ataca diez, quince, veinte veces cada día.
A veces es corto, un pinchazo, un lametazo de lengua de perro. Otras, generoso en duración, digno como el cordero de Pascua.
Siempre, breve o largo, me aborda con la violencia de un despacho de agencia con el que no tenía cita y me deja estremecido, convertido en cesto para el holocausto, atado a la viga del tiempo, con el pecho anidado de serpientes huidizas…
Es mi susto de niebla en la ventana, cuando al otro lado del cristal aparece, con velocidad fílmica, un niño famélico a punto de agonizar.
No me enorgullezco de mis mareos (son atardeceres huraños para el resto del día, para los demás, para mí), pero creía conocerlos tras casi dos décadas de convivencia marital: vamos juntos a la compra, seleccionamos pescado fresco y verduras, compartimos vacaciones y días de labor, nos guiñamos el ojo cuando alguien pretende hacerse el gracioso, discutimos por el placer de discutir…
Ahora, desde hace tres semanas, no sé qué pensar. Tengo la impresión de que me visitan otro tipo de mareos, más matriarcales y poderosos…
Me dejan grasa bajo la piel, dibujos de harina en la mirada y flores de suero en el pensamiento.
Es una forma de hablar, porque en realidad es imposible pensar cuando tienes un cuchillo en el pecho y las palabras no sirven de nada porque son musgo en el tabernáculo del sacrificio.
Si acaso piensas en la ortopedia de seguir y te preguntas qué anhelas encontrar, qué hueso expiatorio, qué alameda de laurel, qué cera derretida, qué plegaria, qué faz de sábanas, qué disputa luminosa, qué cartera vacía, qué fosa…
He recibido esta mañana un inesperado mensaje del director de la revista en la que trabajo. “Lo tenemos chungo, compañero”, me dice, cómo si yo fuese su colega de farra, como si su sueldo, tres veces el mío, no fuese frontera de clase suficiente. Hay cierta posibilidad de que la empresa transnaccional que nos domina decida el próximo lunes echar el cierre de nuestra publicación.
No me alegro. Tampoco me voy a poner a llorar.
Tengo un cuchillo en el pecho: ahora mi lengua tiene forma de príncipe, ahora mi lengua es voz de polvo, abreviada arboladura, piel afeitada.
Desde hace tres semanas vivo en el calabozo del mundo, en la vía destructora.
Soy hielo de cuchillo sobre la inflamación, callejón sentenciado a mí mismo. Deportado está todo.
Cruzaremos los dedos. Quién sabe, a lo mejor el salto al vacío no es tan al vacío, si no a algo mejor. En cualquier caso no estás sólo. Un abrazo
lots of hugs…hang in there, sir…
escribes demasiado bien para que prescindan de tí. Seguro que te buscas la vida. Fuerza.
ah! y cierra la navaja, aunque sea de hielo.