Morfina

26/01/2011
Jorge Luis Borges, NYC, 1969 - foto: Diane Arbus

Jorge Luis Borges, NYC, 1969 - foto: Diane Arbus

Agotado por la insensatez de David Simon, me pongo, como tantas veces antes (caigo en los abismos de la desmemoria al intentar contarlas), en las manos de Jorge Luis Borges, delicadas como las de una enfermera con la jeringuilla de morfina.

En 1969, en un impreciso parque de Nueva York (todos los parques son el mismo parque en el que jugamos por primera vez al escondite, la gran huída de nuestra propia sombra), Borges se dejó retratar por Diane Arbus, que dos años después se suicidaría en la misma ciudad.

Acaso la fotógrafa pidió al escritor, por entonces ya casi ciego (sólo veía un amarillo cobrizo, pampeño, poblado de formas suaves), que posase como aguardando la llegada de un tren, el zarpazo de un tigre o el pinchazo previo a la morfina.

«Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos», dice Borges cerca de la conclusión del abrumador relato que leí anoche, El Inmortal.

El miedo de Borges, que «informa su obra», explica J.M. Coetzee en uno de sus bellísimos ensayos literarios, no es el de enfrentarse a un dios último, ajeno al bien y al mal, y, por tanto, situado «infinitamente lejos de su creación», sino el presentimiento metafísico del «colapso de todas las estructuras de significado», incluído el propio yo que habla.

No es ilegítimo imaginar que Borges no estaba en el parque enfrentándose a la muerte que anida en toda fotografía.

Tampoco que Arbus estaba haciendo otra vez el mismo retrato: el de ella misma proyectada en los otros, la foto sin fin cuya propuesta imposible la empujó a los barbitúricos y las venas cortadas.

Borges por Borges

Borges por Borges

La sede en Nueva York de la casa de subastas Bloomsbury sacó a la venta hace algo más de un año un autorretrato de Borges que el escritor trazó cuando ya estaba dominado (mecido, diría él) por la ceguera casi absoluta.

La forma no podía ser otra: un laberinto similar a las líneas de los sueños que uno está a punto de entender y, de pronto, se juntan para marearnos.

En El inmortal, el autor, herido de muerte tras una vida indeseada de siglos, dice:

«A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos».

Me gusta pasear, antes del sueño, por los templos irracionales de Borges, pensar que «ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte».

La morfina es siempre la misma, adoctrinada en un ejercicio de siglos, jugando al escondite.

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4 Responses to Morfina

  1. David on 26/01/2011 at 13:20

    Precioso.

    También ando por las costas extrañas de Coetzee, es un taladro penetrando ;-)

    • j.a.g. on 26/01/2011 at 13:29

      Confieso que Coetzee me pareció demasiado ‘frío’ cuando, hace años, leí una de sus novelas. Me equivoqué. Ahora le adoro.

  2. David on 26/01/2011 at 14:39

    ¿Verdad? Cuando hace años leí ‘Desgracia’ me noqueó, seguí con ‘La edad de hierro’ y no sé qué pasó, perdí la conexión. Pero el año pasado la leí y la prefiero con mucho a ‘Desgracia’. Si no la has leído te la recomiendo, creo que puede gustarte especialmente.

    • j.a.g. on 26/01/2011 at 14:59

      Durante el último año, aprovechando que está en tapa blanda y baratito, he leído «Esperando a los bárbaros», «Tierras de poniente», «Hombre lento» y «Desgracia». Alguien me prestó Mecanismos internos, otra colección de ensayos (Musil, Kafka, Celan…). Me gusta la precisión clínica de JMC, además de que hace gala de una elegancia poco frecuente entre los súper estrellas (sólo responde a entrevistas contadas y siempre por e-mail, nada de giras de presentación y photocalls). Un monstruo.

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