Félix, el mayor de mis hijos, cumple hoy 27 años.
Como Alicia, la mediana, Félix vive en Londres, trabajando de camarero infrapagado. Pese a la diplomatura y las oposiciones para maestro aprobadas en la primera convocatoria, tuvo que optar por la vía de la patera económica.
Hace más de un año que no le veo. La maldita distancia crece aritméticamente y labra una zanja en cuya excavación colaboro también yo con mi silencio.
Si tuviera que elegir una imagen de Félix de entre las muchas que me habitan —el primer paseo en el parque de Lugo; los viajes en coche, cuando le cantaba «Popeye el marino» desde el asiento del conductor; los partidos de fútbol; las risas largas como ríos; el internamiento hospitalario por la peritonitis; Soda Pop; escuchar juntos a Brian Wilson; las cabriolas en el monopatín; los versos de rapero de fuste…— me quedaría con su silueta pequeña y abrigada caminando arenal adelante en una playa invernal.
Amigo, yo creo que cuando de los hijos se trata no hay zanja, silencio, tiempo, ni distancia. Cuando se vuelvan a ver, que sea entonces tu mejor imagen que tengas de Felix. Un gran abrazo
Gracias, Luis. Supongo que tienes razón y es la distancia la que me coloca las anteojeras.
[…] Describí aquí la manera en que odio la distancia que nos separa y cómo trato de combatirla con armas humildes y acaso estériles: haciendo memoria, buscando rastros bajo la piel, imaginando a diario que el tiempo es ilusorio aunque, para nuestra común desgracia, infranqueable cuando pretendes revivirlo, iluminarl el pasado con los globos de luz del recuerdo. […]