La foto —una ruina bombardeada con globos de luz— es de mi hijo Félix González Cid.
Describí aquí la manera en que odio la distancia que nos separa y cómo trato de combatirla con armas humildes y acaso estériles: haciendo memoria, buscando rastros bajo la piel, imaginando a diario que el tiempo es ilusorio aunque, para nuestra común desgracia, infranqueable cuando pretendes revivirlo e iluminar el pasado con los globos de luz del recuerdo.
Félix hace fotos con una maestría que me conmueve y la valentía que siempre le supuse. Entra en lugares abandonados, sube a cúspides urbanas, bucea entre el óxido y la polvorienta huella de quienes alguna vez tuvieron a su disposición el manejo del tiempo, compone visiones tenebrosas o admirativas a partir de los restos, penetra en los santuarios donde lo vetusto adquiere la condición de sagrado porque sabe, como un bodhisattva, que no debes interrumpir el sueño de ayer a no ser que lo conviertas en un sueño de obligado presente…
Me gusta imaginarlo en esos abandonos que frecuenta. Estoy seguro de que sus zapatillas no dejan huella alguna sobre las moléculas depositadas sobre el suelo. Creo que sabe, porque también domina el desplazamiento angélico de las tablas de skate, que el secreto no está en vivir, sino en pasar rodando sobre lo vivido sin dejar cicatrices.
Interrumpo mi prolongado silencio en esta web —también yo necesito encontrar la luz multicolor de un camino con sentido— para invitarles a que compartan conmigo la ilusión. Es posible ejercerla en la cuenta de Félix en Instagram, su microblog en Tumblr y la página que ha abierto en Facebook.