San Francisco noir

06/06/2015

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Después de más de un año, como si retrasara el tasting del veneno, revelo los últimos carretes de San Francisco, la ciudad en la que viví y fui feliz en términos aceptables —la otra felicidad, la íntegra, poco o nada tiene que ver con emplazamientos, topografía, códigos postales…—.

Hace mucho calor esta mañana en Berlín y respirar es un trabajo pegajoso. Las fotografías de la Costa Oeste, todas tomadas con cámaras que no terminan de ser cámaras —Holga y Lomo LC-A de 135 milímetros, con foco tentativo y apropiado para mi miopía-presbicia, el fallo mecánico de ver desenfocado de lejos y de cerca, es decir, no ser capaz de definir nada en todo el rango focal del universo— y película Kodak TX de 400 ASA, retienen la frescura ventosa del Pacífico, una limpieza que quiero entender, a falta de otra precisión, acudiendo al cliché: una frescura mística.

Mientras escribo —cada exequia tiene un cortejo y solo uno, largo e inexcusable como el aroma de los eucaliptos— escucho Soul on Ice:

Well, baby I am gonna crash on a main road
Yeah, and I am run aground on a sea
Nothing worse than a fool’s advice
And it ain’t hot enough for a soul on ice

¿Qué hay aquí, en estas primeras siete imágenes que he virado al sepia, el tono de todos los sudarios?

Noir, desde luego: en San Francisco nunca pude evitar la sensación de que mis pies estaban obligados a acariciar con respeto un empedrado que quizá fuese senda anterior de Dashiell Hammett, aquel comunista flaquísimo que escribía novelas sobre balas frías y políticos calientes y corruptos, el tipo que, como dijo su vástago Chandler, «sacó el asesinato del jarrón veneciano y lo echo al callejón». En S.F. pensaba en Sam Spade antes que en Janis Joplin.

Las casas victorianas y los enigmas que componen en el atardecer las infinitas salidas de incendios, los no menos incontables cables colgantes, están más cerca del whisky que del cáñamo, del opio que del LSD.

No me sucede como a h —su inicial muda y minúscula es una contradicción: h es estrepitosa—, que sufre el asalto frecuente de la melancolía san franciscana. Creo que las tierras se depositan en mi como excipientes. Temo al poder de los fluidos.

Ocean Beach, domicilio del viento; la Giant Camera con su espejo circular y vertiginoso; el Hotel Palace con el lucernario y el Maxfield Parrish casi secreto como decorado para los sedientos; las damas chinas incomprensibles; los parques habitados por chamanes…

Eso me queda clavado en la piel de hielo, sigilosa, fría, y en los ojos desenfocados…

Iré colgando otros trozos de piel y retina.

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