Rasselas, rip

20/08/2013

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El primer funeral al que asisto en San Francisco. El cuerpo presente al que velamos es un local y una forma de ver la vida, un espacio que ardía como el infierno, es decir, la mejor morada posible para estos tiempos de almas de acero y ojos de hielo.

Mi local favorito de la ciudad, el Rasselas, acaba de echar el cerrojo. Ya hablé en otras entradas del blog de lo bien que me sentía dentro de su placenta de ladrillo, fiebre y soul, funk, jazz, rhythm and blues…: en Deeper than Blue confesé que el color de mi blanca y malquerida piel es una falacia, en Soy negro no hice otra cosa que insistir en la tesis.

Después de 27 años de servicio, el Rasselas no volverá a abrir. Su dueño, Agonafer Shiferaw —nacido en Etiopía—, organizó una despedida sonada: vino de California, canapés y fruta gratis para los asistentes y los dos escenarios del local echando humo con los muchos músicos a los que la casa ha dado cuartel en las últimas décadas.

Shiferaw echa el cerrojo con sensación de fracaso. No tanto personal, porque no se queja de la vida y seguirá gestionando un pequeño restaurante etíope no muy lejos del Rasselas, sino social. En una carta abierta dirigida al alcalde de la ciudad, Ed Lee, advierte que el barrio de Fillmore, conocido en el pasado como el Harlem de la Costa Oeste, se está muriendo.

«El ambiente del jazz se está desvaneciendo y de modo muy rápido. En la actualidad sólo hay unas pocas empresas de afroamericanos a lo largo de Fillmore Street. Le ruego, señor alcalde, que aproveche el considerable poder y autoridad persuasiva de su oficina para ayudar a estas empresas a sobrevivir», dice la carta al regidor, donde Shiferaw recuerda que en el barrio estaba en marcha la «noble tarea» de montar una estructura económico-social basada en la música negra.

El final del Rasselas es un síntoma de la muerte lenta e inexorable de la herencia negra del Distrito de Fillmore, que se ufana de ser «el corazón y el alma de San Francisco» en la web de la asociación de comerciantes del barrio en una declaración que tiene más relación con la nostalgia del pasado que con la penuria del presente.

Pese a la tan proclamada convivencia multiétnica de la que se ufanan los poderes públicos, económicos y sociales de los EE UU cada vez que tienen un micrófono delante de los labios, lo que está sucediendo con la zona negra del barrio de San Francisco es una consecuencia de un racismo larvado al que ha dado alas la bonanza financiera de una ciudad montada por y para el gran poder tecnológico de las macroempresas del 2.0.

Es una historia antigua. En 1948, el ayuntamiento declaró que Fillmore, un barrio residencial de negros pobres o, como mucho, medianamente pobres, estaba «arruinado» estructuralmente. Los gestores locales, con la connivencia en la sombra de los promotores inmobiliarios, dictaron un plan de desarrollo que empezó como empiezan las guerras, con cascotes. Las máquinarias de demolición echaron abajo, a partir de 1964, casi 5.000 negocios y 2.500 viviendas, entre ellas 883 casas de madera de estilo victoriano.

Con unos centenares de excepciones, los 20.000 vecinos desplazados a la fuerza (la comunidad negra más numerosa de la ciudad) jamás regresaron y el barrio, que había sido un hervidero de vida, clubes de jazz —Charlie Parker, John Coltrane, Charlie Mingus y Billie Holiday eran asiduos— y actividades comerciales cotidianas, se convirtió por culpa del plan en un erial de edificios impersonales y fríos.

En 2009 la Redevelopment Agency de San Francisco, la entidad pública encargada de gestionar la reurbanización y devolver a la vida al barrio, se dió por vencida y, tras gastar centenares de millones de dólares —nunca se reveló la cifra final—, abandonó Fillmore. La zona estaba definitivamente rota, la delincuencia había aumentado porque el tejido social no existía y la especulación inmobiliaria establecía los precios a conveniencia.

El último intento de reactivación vino de la mano de empresarios como el dueño del Rasselas, partidarios de hacer de Fillmore un lugar dedicado a cultivar la herencia del jazz. Ahora parece que esa posibilidad se agota. «Alguien debe hacer algo porque el barrio se está yendo a pique. En realidad casi se ha ido del todo», dice Shiferaw.

Llegué por primera vez al Rasselas por casualidad, porque de dentro emergía música sincopada e interpretada como debe ser, desde las tripas. Volví porque el local no cobraba entrada, programaba actuaciones con frecuencia casi diaria y el público vivía de una manera contagiosa la verdad del soul. Siento que me quedo sin una casa.

Mi bar favorito llevaba el nombre del protagonista del libro de Samuel Johnson The History of Rasselas, Prince of Abissinia. Es un tratado sobre la búsqueda de la felicidad en el que puede leerse este consejo: «No dejes que la vida se estanque o medrará barro por falta de movimiento: comprométete nuevamente con la corriente del mundo». Me gustaría tenerlo presente, pero resulta complejo en una ciudad entregada a la avaricia techie y el fingimiento trendy.

Les dejo con unas fotos del funeral del Rasselas. En la penúltima aparece el abisinio Agonafer Shiferaw recordando a los deudos que «un bar es un salón para practicar la democracia». En la última, el neón exterior —blue, por supuesto— con el logotipo que me tatuaría.

[Escrito para Distrito Latino]

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