Las manos de Mercè, hermanas ausentes.
Me gusta el adjetivo áspero, también el verbo misionar y, de haber nacido en otro siglo, tal vez creyese en el Preste Juan, el monarca del nunca descubierto reino cristiano de África, y en su busca terminaría en la misería en un poblado llamado Frenoma, cerca del lugar extraordinario donde las aguas del Nilo Azul se diluyen en las del Nilo Blanco. Sé que Mercè podría acompañarme en el peregrinaje. Comeríamos arroz frito en la perola sucia de los ancianos y nos recostaríamos a soñar o hacernos fotos —otra forma de sueño— arrimados a la piel del baobab.
Conocí a Mercè por una casualidad electrónica. El chispazo, pese a los años y los tropiezos, sigue teniendo cualidad de calambre. Hoy, repentinamente, porque así tramita la electricidad sus citas, he recordado las manos de Mercè e, incapaz de acceder a otro remedio, junté mis retratos de Mercè y de nuestros encuentros, pocos, demasiado pocos, como forma de maldecir todas las formas de los mapas.
[…] Hice muchas fotos en el sofá del bar de la calle del León, La piola, y las recordé cuando, hace un par de días, hablé de Mercè. […]