Emboscado

18/11/2012

[foto: jose ángel gonzález]

[foto: jose ángel gonzález]

Algunos verbos son inútiles como los amaneceres en soledad. Son verbo inactivos, decolorados, frutas maceradas en el aguardiente del tiempo. Ser, estar, haber, tener: acciones inmóviles, solamente válidas para la práctica de la autocomplacencia, la génesis de las peores ideas o la interpretación psicológica de la vida y todos sus vértices de ángulos inabarcables.

Nos han enseñado, sin embargo, que conjugar estos verbos vacíos es signo de nobleza e inquietud intelectual. Siempre nos enseñan, como decía Rimbaud, a vivir en las evidencias, envaneciéndonos de una falsa sabiduría, olvidando que la Verdad nos rodea “con sus ángeles llorando”.

Prefiero otros verbos. Prefiero ser lacónico a pesar del desastre. Lacónico como el folklorista que recorre el mundo armado apenas con una inofensiva grabadora, para recopilar la voz tuerta, la voz olvidada, de los viejos, aquellos que nunca dicen “soy”, que nunca dicen “tengo”, que no saben de Sicología ni Química, que sólo desayunan tierra y surco, que son, citando nuevamente a Rimbaud, “avaros como el mar”. Quiero ser lacónico, cayendo dormido con la confianza de un niño en su cuarto.

Me gusta el verbo emboscar. Me gusta su definición en el diccionario: “entrarse u ocultarse entre el ramaje, en la espesura”. Solía practicar la conjugación de emboscar en la Gran Ciudad, donde nada tenía sentido excepto el ocultamiento bajo el clima artificial de los acondicionadores de aire.

En la Gran Ciudad habían instalado un jardín artificial en el vestíbulo de la estación: palmeras y trepadoras, incluso nenúfares para imaginar que por debajo -la poesía siempre es underground– late la tristeza lenta de una boa. Creo que habían instalado el jardín porque deseaban que olvidásemos el camino hacia el cadalso que siguen todos los trenes y que en el estanque de los días siempre hay una boa capaz de rompernos el cuello.

La Gran Ciudad abundaba en emboscados. No había venido conmigo la vieja Canon que me ayuda a capturar entusiasmos, sustituyendo a mis pupilas analfabetas. Siempre escribo porque no hice antes las fotografías. Escribo, ese motivo me basta, para no olvidar a quienes se emboscan, perdiéndose en la espesura.

Muchos se emboscan como hizo el joven carita triste Rimbaud en Harar-Abisinia, donde terminó por aprender que la posesión de un alma y un cuerpo es simple ilusión. Seis hermanos se emboscaron en una cabaña rural de Idaho-Estados Unidos: soltaron una jauría de perros salvajes contra los agentes federales y gritaron “a las armas”.

Los niños montañeses de Idaho no conocen a Rimbaud, pero saben montar una semiautomática con los ojos vendados. La ansiedad ha aumentado un 20 por ciento entre los chavales, dicen en la Gran Ciudad los siquiatras, emboscados en su propia selva, en su jardín artificial: la estadística, que mata con porcentajes al dios de la persona.

En Nepal de los cielos altos, mi verdadera patria, el único territorio que alguna vez consideré tan sagrado como mi cuarto de niñez, el príncipe Dipendra mató a tiros a casi toda su familia. Vivían emboscados en el palacio de Narayan Hiti, una grosería de mármol en mitad de la belleza de adobe de Katmandú, mi Harar. Dipendra adoraba la poesía y, como los niños rústicos de Idaho, también las armas. El príncipe asesino estaba enamorado y vivía el arrebato de anacoreta de quienes aman sin futuro, el arrebato del emboscado.

En la Gran Ciudad, donde todo es tan aparente y mentiroso como Narayan Hiti, intento buscar las canciones que se ocultan, emboscadas, bajo cada piedra, cada mirada, cada escalera mecánica, cada bocanada de aire acondicionado. Quiero levantar piedras para resolver el crimen. Levantar piedras para invitarme a descender y cantar “Smells like teen spirit”, para cometer otro crimen con la munición de la verdad.

Pero en la Gran Ciudad no había piedras, ni una sola. Todo era mármol y verbo inútil, todo era Narayan Hati.

El poeta Rene Char despidió el emboscamiento definitivo de Rimbaud:

¡Qué bien hiciste en marcharte, Arthur Rimbaud! (…) Si los volcanes apenas cambian de lugar, su lava recorre el gran vacío del mundo y le aporta virtudes que cantan en sus llagas.

Quiero emboscarme, ser lava, provocar heridas.

[este texto pertenece a otro tiempo, pero esta mañana tiendo a creer que todo tiempo es un artificio de los relojes]

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