«No puedo hacer fotos», dijo en un momento de su vida la fotógrafa Diane Arbus (1923-1971), de cuya muerte se cumplen esta semana cuarenta años.
Cuando le preguntaron el motivo respondió: «Porque quiero retratar el mal«.
Como buena lectora de Nietzsche, Arbus sabía que el mayor peligro de lidiar con monstruos es que puedes terminar siendo un monstruo.
Como buena lectora de Sir James Frazer también era consciente de que la fotografía es un ejercicio de metonimia, de rebautismo: poner un nuevo nombre a las cosas para tenerlas bajo control.
Arbus hizo fotos inolvidables -y de una tristeza profunda- de enanos, enfermos mentales, gigantes, tragadores de sables, travestidos y niños peligrosos, pero practicó muy poco el ejercicio del autorretrato, acaso porque el único freak al que temía era ella misma, el freak malvado.
Cuando se colocó ante el espejo tenía 21 años y aún no había desarrollado la belleza élfica y triste de su madurez. Era una niña con ropa interior fea y un naciente embarazo.
Unos meses más tarde volvió a posar con su primer hijo, Doon. En la toma de la izquierda abraza al niño con una delicadeza torpe. A la derecha parece que el bebé resbala hacia el suelo.
En los tres autorretratos sólo hay una emoción en la mirada de Arbus: miedo. Según algunos, el mejor amigo, pese a que la convivencia cobre un precio demasiado alto.
Veinte años después, cuando estaba camino de ser una de las fotógrafas más conocidas de su tiempo, celebrada como buceadora valiente de mundos subterráneos, Arbus tuvo que rellenar una solicitud de subvención para sufragar parte del coste de uno de sus reportajes de inmersión en el trasmundo.
«He aprendido a atravesar la puerta que lleva de afuera hacia adentro. Un entorno conduce al siguiente. Quiero ser capaz de seguir adelante», escribió en el formulario. Siempre que manchamos un papel con el suero de la verdad de la tinta, escribimos para nosotros mismos: formulamos un deseo y lanzamos la moneda al fondo de la charca.
En la psicobiografía —la denominación es tenebrosa— An Emergency in Slow Motion: The Inner Life of Diane Arbus, escrita por William Tod Schultz, los editores y el autor aseguran que aclaran los misterios de la fotógrafa, sus claroscuros (la sexualidad, la tristeza, la inseguridad, el miedo…), que revelan testimonios y notas de alguno de sus siquiatras, amigos y familiares, que, en fin, elevará a definitivo un diagnóstico.
La fotógrafa que pretendía retratar los «innumerables e inescrutables hábitos» del presente para convertirlo en «legendario» consiguió con creces el objetivo. Su obra es ceremonial, punzante, literaria, lo mejor que se puede decir de un cuerpo fotógrafico.
Sin embargo, no lograba encontrar su propia mirada en el objetivo, no tenía arrestos para soportarse. El 26 de julio de 1971 se cortó las venas después de tragar un buen puñado de barbitúricos.
Había declarado: “Yo he aprendido a mentir como fotógrafa. Ha habido ocasiones en las que he ido a trabajar con ciertos disfraces, simulando ser más pobre de lo que soy…, actuando, pareciendo pobre”.
Era un buitre y lo sabía.
Todos los fótografos lo son. Deben serlo.
Otras entradas sobre Diane Arbus:
[…] Linz y Oettinger se conocieron en Munich en 1986. Compartían una pasión, casi un vicio: la fascinación por las fotos de outsiders y freaks de Diane Arbus. […]
[…] firmados por fotógrafos que, en ocasiones, son tan famosos como los modelos. Entre otros figuran Diane Arbus, Richard Avedon, Henri Cartier- Bresson y Annie […]