Me asomo al diario como al balcón, en busca de un panorama, una mirada… En mi caso, la ceremonia tiene carácter tóxico: si no leo el diario sufro arritmia y sudor frío, me asalta el desconcierto, creo residir en un planeta extraño, no soy capaz de manejar máquinas de precisión, dejo de entender la progresión inexorable de los días y las noches, desayuno vodka y ceno café con tostadas, llamo «amor mío» a la vecina y confundo a los guardias con reinas del carnaval. Si no leo el diario, en suma, bordeo la sociopatía.
No importa la cabecera de mi preferencia, no estoy dispuesto a revelar en qué periódico empleo mis primeras monedas del día, secreto reservado que compartimpos mi quiosquera y yo. Apenas dejaré constancia, porque presumo de no formar parte de ciertas cuadrillas de tarugos, de que no se trata de una gacetilla de sólo-deportes con hombres enseñando las piernas con la misma procacidad que su pobreza mental. Tampoco, los tarugos con attaché también son tarugos, de uno de esos legajos asalmonados donde disfrazan de información económica las notas de prensa de los patrones.
Leo un diario, ¿qué pasa?. No me importa reconocerlo. Un diario normal, de pulpa de papel y tinta negra, uno de esos anacrónicos milagros que mueren cada día para renacer al siguiente. Un diario escrito antes que maquetado, no una pizarrita digital donde lo que prima es el tamaño del pixel y la colocación del banner. Un diario sin más links que mis propias manos.
¿Qué busco en la superficie de las planas del rotativo, cada vez menos ásperas, porque las bobinas de papel de Armenia, a precio de saldo, tienen textura de seda a costa de las coníferas taladas del Caspio? ¿Qué encuentro en las páginas ordenadas por secciones, en el mismo orden que la vida: nacemos internacionales, vivimos en sociedad, morimos, cada noche, en la programación televisiva, nuestro ataúd electrónico?
Mis paseos por el diario gozan de la deriva del jazz de Ornette Coleman, son inciertos, con desvíos y alejamientos. No busco nada concreto, mantengo una discreta independencia, me dejo asir por la música del lenguaje de los titulares, aunque no leo, por salud moral, ninguna información que contenga las palabras Real Madrid o Internet. Nunca escarbo túneles en la misma tierra que algunas lombrices.
No me interesa tanto la historia, la literatura del periodismo -que no es ningún cuento, como sostiene Gabriel García Márquez, sino pura necrología-, como el nombre del redactor, la firma, la mano que mece el tecladon de mi querido diario. ¿Qué cigarrillos fuma? ¿Qué secretos esconde? ¿En qué gasta el sueldo? ¿Aspira a medrar en la pirámide mediática? ¿Sueña con montar un e-media, uno de estos agujeros negros, vórtices donde el tiempo y la felicidad se pliegan sobre sí mismos? ¿Miente a menudo? ¿Acepta regalos de sus fuentes informativas? ¿Se deja la piel en el oficio o es simple albañil, pasteando texto? ¿Escucha la caja-engaña-bobos de los Beatles que compran las niñatas tontipop para convencerse de que «se parecen a Alondra»?
Pierdo el tiempo en ejercicios estériles, lo sé, pero tengo derecho a mi porción de pastel de ociosidad.
No siempre me comporto así, fisgando al cantante sin escuchar la canción. A veces me entero de cuestiones trascendentales en el diario, secretos alquímicos atravesados entre los desastres, la miseria y la dominación, vetas áureas en el estercolero.
Lo último realmente conmovedor que he averiguado es que las ratas de laboratorio sueñan repetidamente con laberintos. El hallazgo demuestra dos cosas. Primera, que papá Freud estaba equivocado, una vez más, cuando sostenía que los animales, al no disponer de lenguaje, de verbalización articulada, no tienen sueños.
Segunda, que soy una rata de laboratorio, porque todos mis sueños se limitan a la repetida circunvalación de una babélica estructura que nunca aprendo a recorrer en el buen sentido.
Estoy jodida y definitivamente mareado otra vez. Como la rata que deseo ser.