Trocó entonces el negro pájaro en sonrisas mi tristeza
con su grave, torva y seria, decorosa gentileza;
y le dije: «Aunque la cresta calva llevas, de seguro
no eres cuervo nocturnal,
viejo, infausto cuervo obscuro, vagabundo en la tiniebla…
Díme:—«¿Cuál tu nombre, cuál
en el reino plutoniano de la noche y de la niebla?…»
Edgar Allan Poe
Uno de los fotógrafos que me conmueve con mayor intensidad es Masahisa Fukase, que se dedicó a un solo motivo, los cuervos, tras el divorcio inesperado de Yoko, la mujer que había sido su musa durante 13 años. Estaban unidos «desde el placer más profundo hasta el deseo del suicidio y la destrucción», según palabras de ella.
Hay muchos cuervos en San Francisco, especialmente en nuestro barrio, que prefieren, según sospecho, por la intrepidez de la niebla, la cercanía del océano y la abundancia de cables y postes de tendidos electricos, ese puzzle de materia zumbadora que invita a dejarse contagiar por la estática.
No tengo la dotes del gran y dolorido Fukase, pero, por un movimiento de infantil imitación que no me importa admitir, he intentado retratar a cuervos. Casi nunca lo he conseguido: son elegantes, lejanos, contrarios a los juegos de sociedad de otras especies de pájaros más tontas, más humanas.
La semana pasada, en la luz tenue del atardecer, encontramos frente a casa, sobre el pavimento de la 7th Avenue, al cuervo al que ya traje al blog en una entrada reciente. Sospechamos que estaba herido: no se alejaba ni alzaba el vuelo y emitía un graznido largo y desacostumbrado.
Logré hacerle tres fotos con la Holga, una cámara poco dada a los momentos decisivos pero amiga de los milagros.
Tras regresar del paseo, el cuervo seguía allí, encaramado en un arbolillo. Ya no llamaba lastimeramente. En el patio del colegio, a escasos metros, estaba su pareja. El cuervo, como cualquiera, como nosotros, reclamaba presencia desde el placer más profundo del miedo.
Nevermore!
Nevermore!