Atribuí a estos retratos la tiranía de los relojes. Con no menor injusticia, los avejenté: quise que fueran de otro tiempo y ahora lo son por ellos mismos, sin intervención alguna por mi parte.
Fotos lejanas de las que apenas conservo un rasguño de memoria, una cadencia sepulcral, un entonces: la plaza o la calle en la que fueron tomadas, el vacío posterior al momento —porque estás lleno durante el disparo y quedas exánime después, cuando la flecha ya se ha hundido en el pecho del cérvido—, la canción que escuché cuando las manipulaba, el poco humilde convencimiento de que alguna no era mala del todo…
Ahora, en otro mundo, en otro tiempo, parecen sueños dentro de sueños, atrapados en un círculo de tiza sobre el que soplas y, paf, se acabó.
Todo lo que dices es verdad, trístemente cierto.
¡Qué daño creciente produce el calendario! Hay tanto consejo: la edad está en el corazón, eres joven de espíritu… Pero el tiempo del alma y el tiempo de la piel juegan en el mismo equipo.