Es la única cámara que llevo encima cuando el cuerpo desvencijado o las manos preartríticas no me consienten soportar cargas. Pesa 400 gramos y mide de largo poco más de diez centímetros, pero es sólida, compacta como una losa de mármol y podría romperle la cabeza a alguien: una Olympus Pen-D con un lente Zuiko de 32 mm y 1.9, fabricada a principios de los años sesenta.
Es mi compañera. Hace fotos en half frame. Cada rollo se acerca a la eternidad, parece no terminar nunca.
Saco la Olympus a la calle con más frecuencia que ninguna otra cámara. La cargo con película Kodak Tri-X —«asombrosamente sincera», dice el lema publicitario que, por una vez, no discutiré—, y revelo los negativos en casa.
Estoy atravesando un largo bache. No me atrevo a afirmar, acaso por miedo a nombrar la verdad, que haya perdido la mirada, pero la poca práctica y las dudas que trae consigo me atenazan casi hasta la paralización.
Las fotos de la Olympus, de consistencia viscosa, me ayudan a pensar que el otro planeta, aquel en el que viven las fotos, sigue ahí.
Yo tengo una (aunque la más modesta ee3) y comparto la sensación de «carrete infinito». Es un objeto muy agradable que llevar encima. No has mencionado que los «pares de fotos» que accidentalmente (o no) salen en cada fotograma de 35mm producen agradables sorpresas de composición… http://www.flickr.com/photos/vcanteli/6245155694/in/photostream/lightbox/
Saludos, maestro.
Eres el primero en llegar, Vicente. Un gran abrazo.