La frontera es la dermis, la única línea que no admite bandera ni invasión, la piel.
Tres semanas en España —que ahora, diez días después de regresar, son lacerantes por la desemejanza con este lugar recio en el sentido más boxístico—.
Fueron un retorno a la patria: lacónica en la caliza sanguínea de Castilla, burlona en las callejuelas todavía mías de Madrid, llena de seres queridos en Barcelona, donde no me molestó la violencia del turismo de palurdos sajones, zoquetes alemanes y otros alienígenas, porque sentí que la buena gente querida me guardaba las espaldas.
Mercè, por ejemplo, residente honoraria del hotel eléctrico de mi memoria.
Allí estaba, esperando en el aeropuerto: interlocutora, afable, eterna, ajena a las falsas realidades del mundo.
Allí permaneció, invariable, siempre Mercè.
Hang, por ejemplo, el niño con una esfera celeste en la cabeza, un cosmos loco pero de extrema precisión infantil en el que vuelan urracas, buitres, garzas y otros sagrados ocells.
Benditos sean: Mercè, Hang y mi patria de pájaros y amigos, substancial pese a la lejanía, efímera cuando la vivo, eterna cuando la añoro.
[…] diría el niño Hang en su mejor lenguaje de buitre […]
[…] de mis mejores amigas, Mercè, que hace honor al himno catalán Els segadors cultivando cotidianas “espigas de oro” para […]