De estar vivo, de no haber transitado por el camino de la tristeza, el mejor cantante de la historia cumpliría hoy 60 años.
Pocos días después de la muerte, tan temprana y negra, de Camarón de la Isla (1950-1992), recibí una pegatina de un amigo malagueño que le veneraba. Era un gran papel blanco con letras elegantes, de palo seco. Decía: «Soy gitano». Era una declaración política. Aún la conservo, pegada en la tapa de un cuaderno donde, muy de vez en cuando, escribo alguna tontería.
Parece mentira, pero a estas alturas no todos conocen a Camarón. Idolatran a Tom Waits -que no le llega en intensidad a la suela de los botines-, reivindican a Bob Dylan -que canta con la frialdad de un arqueólogo-, pasman con la vida excesiva de Keith Richards -un pijo estudiante de arte que nunca ha sentido el blues de la bancarrota-, buscan sueños etíopes cuando la música de arena y lágrimas está aquí al lado.
¿Cómo no saber de José Monge, niño encadenado a la pena grande, muchacho tímido, hombre con la aguja en el alma?
Apenas conozco los palos flamencos y sus complejas ortodoxias. Me quedan lejos, quizá porque nunca salí a recoger espárragos trigueros al amanecer y hace tiempo que dejé de temblar al entrar en una iglesia.
Camarón me lleva al lugar del que nunca debí marcharme.
[…] pocos rellanos: las bulerías siempre presentes de José; los cuentos malencarados de Hebe Uhart, cuya muerte me acercó a un universo de árboles secos como […]