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La biblioteca del barrio en un recorrido rápido y, por ende, digital. Las fotos son tan pobres como el texto. Las palabras siguen evadiéndose y, una vez lejos, no hay lazada que las haga regresar.
De los pocos carnés que he acopiado desde que llegué a San Francisco —casi todos de mero consumidor: una cadena de tiendas de bebidas alcohólicas (no piensen mal, sólo busco vino español con vulgar nostalgia de migrante) y la botica para todo Wallgreens (una rara mezcla de farmacia, tienda de chucherías y proveedora de snacks)—, el primero que tramité fue el que sostengo en la mano en la foto, el de usuario de la San Francisco Public Library (SFPL).
También es el que más utilizo y el de diseño más pintón: en la tierra de la personalización obligatoria (culpable de que exista un completo glosario para matrículas de coche enloquecidas y que sea posible ejercer el protodelito de circular con una placa oficial con la palabra VAGINA o llevar en la tarjeta de débito una foto de tu bien amado bulldog francés), en la biblioteca me ofrecieron entre seis modelos para elegir —miles de personas han enviado propuestas a un reciente concurso para el diseño de nuevos carnés—.
El edificio que figura al fondo es la biblioteca de mi barrio, Richmond. La visito casi a diario y me ha ayudado bastante más que cualquier persona a la que haya conocido en este lugar de presunta promisión. En principio, me ahorra dinero en novelas, poesía, ensayos y entradas de cine. Además, me ofrece estímulos y, a diferencia de la mayoría de los sanfranciscanos, contesta siempre —costumbre de buenos modales que apenas nadie comparte en esta ciudad de malquedas y buzones de voz— y es puntual en un lugar donde se da por supuesto que empezar tarde es una contingencia asumible porque mientras esperas puedes tomarte un par de cervezas o comer cualquier preparado graso poliinsaturado.
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