A William Eggleston, que cumple 74 años en julio, llegaron a acusarle de ser un fotógrafo “banal” al exhibir por primera vez en el MoMA de Nueva York. Era 1976, cuando el paradigma del genio fotográfico residía en los dramas bitonales de Robert Frank, para quien el blanco y el negro, en una compulsación muy básica, simbolizaban la “fe y la desesperación”. Ahora, varias generaciones después —muchas más emocionalmente hablando de las que marcan las apariencias: han transcurrido menos de cuarenta años—, el aberrante y saturado color de Eggleston es universalmente aplaudido porque conforma la taxonomía del mundo que habitamos: tan ajeno como la carta de sabores de una heladería.
Dado que Eggleston es un tipo terco que no se desanimó con las críticas y siguió haciendo las mismas fotos frías pero de explosivo cromatismo —un triciclo en rigurosa soledad, la mesa plástica de un local de comida barata, el cardado de una mujer vista de espaldas…—, aquellos reparos podrían parecer hoy simplemente errados, pero me aventuro a vislumbrar que somos nosotros los que hemos cambiado y ya no encontramos pruebas de cargo de nuestro vacío sentimental en un callejón urbano, sino en los lugares familiares que, sin embargo, nos envían ráfagas de nuestra extrañeza. Estamos perdidos en una novela vulgar pero de iluminación tan brillante como un árbol de Navidad, sabemos que los regalos al pie del abeto son sentencias de muerte y nos importa un carajo porque nos consuela comprobar como emerge el cromatismo para despertarnos por un instante de la zafiedad diaria.
Cuando el escritor Geoff Dyer señala que las fotos de Eggleston “parecen tomadas por un marciano que ha perdido el billete de regreso a casa y termina comprando una pistola en una armería de un pueblo cerca de Memphis” se refiere a esa pesadumbre —el azul es una mortaja de soledad; el rojo, un charco de sangre; el verde, la inclemencia de la ambición…— de saber que cualquier cosa puede suceder en estas imágenes, sobre todo, nada.
Aplaudido como el maestro inspirador de David Lynch (que dedicó al fotógrafo la secuencia inicial de Terciopelo azul, una postal de la paz suburbial que precede al mundo sucio que vive dentro de una oreja cortada) y Gus Van Sant (Elephant es un slideshow en honor a Eggleston), las fotos de este cronista de la corrosión llegan este año a museos de ambos lados del Atlántico. Los críticos que ahora alaban la “trascendencia” del desapego y el carácter “expansivo” del color de Eggleston vuelven a equivocarse. Sus fotos son testamentarias: la última huella de un mundo donde en alguna ocasión hubo seres humanos.
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