De la mano del hip-hop, vuelve el jazz

29/08/2016
'To Pimp a Butterfly' - Kendrick Lamar, 2015

‘To Pimp a Butterfly’ – Kendrick Lamar, 2015

Cuentan que Duke Ellington, acaso el más frondoso de los compositores del siglo XX, aprovechaba la soledad de las noches de carretera entre una ciudad y otra y el hechizo del movimiento hacia el paisaje oculto, enorme e inalterable, para bosquejar a bolígrafo melodías en las arrugas de los menús y servilletas que poblaban el salpicadero del automóvil. Es discutible que Duke fuese el músico más prolífico de la historia, pero no hay duda de que fue el más productivo sobre papeles manchados de ketchup, que convertía en coquetas partituras sobre lamparones de grasa.

Los músicos de jazz tienen la capacidad de atrapar los pájaros que aún no han empezado a volar y la aún más pasmosa habilidad, una astucia que de seguro procede de la indomable África, de prever cómo será el trazo del vuelo futuro que aún está por dibujar el ave. Tocan notas antes de sentirlas, son imprudentes, hablan sin necesidad de pensar lo que desean decir. Algunos de los grandes —Monk, Mingus, Powell…— nunca repartían entre sus acompañantes los nombres de los temas, ni siquiera cuando ya estaban sobre el escenario. Enunciaban una pequeña introducción, marcaban el ritmo con el pie y dejaban que los otros adivinasen la tonalidad del vuelo.

Tormentas suaves

Durante varias décadas, desde la epidemia del smooth de los años ochenta, el jazz vivía condenado a las tormentas suaves que requieren las reuniones sociales de las mafias empresariales, los corredores de basura bursátil, las presentaciones de novelas aquietadas y las cenas de sushi como calentamiento previo al encuentro sexual. Era revelador que el único preservador de las esencias en la época, el trompetista Wynton Marsalis, volviese a los trajes de dos piezas más corbata y el fraseo jadeante del free jazz de casi treinta años antes. Era tan docto que salías del concierto como de una conferencia académica: apaleado por la perfección falta de espíritu.

Mientras la domesticación se extendía y si decías que te gustaba el jazz, te entregaban el finiquito en los gremios del moderneo exclusivista, me refugié en el santo regazo de los abuelos —Duke entre ellos, pero también Miles Davis, pese a que había cometido el desatino de lanzarse de cabeza a territorios donde primaba la fusión, que es el purgatorio donde terminan todos los roqueros cuando empiezan a tocar como virtuosos y se olvidan de sudar—. Al mismo tiempo, porque tengo la suerte de haber vivido en la edad de oro de las descargas pirata de música —había pagado suficiente peaje: tengo más de tres mil vinilos y quizá un millar de cedés—, empecé a escuchar hip-hop. Mis amigos, que ya tenían en el altar a Nirvana y demás tropa noise, nunca me lo perdonaron. Estaban convencidos de que los raperos eran delincuentes y pomposos ególatras. No se molestaban en escuchar. Es lo que sucede con los prejuicios: son como algodones tapando los oídos.

Evitar la muerte por atrofia

Una veintena de chicos de South Los Ángeles —la parte dura por la que nunca llevan de paseo a los turistas—, todos nacidos en los años ochenta, asistieron en el estado de éxtasis ciego que sólo alcanzas si eres adolescente al desarrollo del hip-hop y aprendieron de memoria cada mix del prócer local Dr. Dre. Ahora han logrado sacudir al jazz de la flojera, reinventarlo en un subgénero sin nombre, lanzarlo otra vez a zonas ajenas al reinado del satén y los trajes de buen corte y quizá evitar la muerte por atrofia del estilo musical que alguna vez fue el más refrescante de la historia. El fenómeno se está produciendo y me parece intuir que va a poner patas arriba la música del porvenir cercano.

Este grupo de músicos, todos de treinta y tantos, está llevando al jazz a un terreno de sorpresas insólitas. Quizá el papel de «nuevo John Coltrane«, como le han llamado algunos críticos por su ruptura de códigos, sea Kendrick Lamar, un nativo de casi 30 años de Compton, que alguna vez fue el gueto dentro del gueto, el cuadrilátero donde comparaban sus calibres 38 especial los gangs rivales de los Blood y los Crips. Antes de grabar To Pimp a Butterfly (2015), el disco que para mí es el más importante del siglo XXI, el pequeño Lamar (1,65) visitó la celda donde el apartheid sudafricano encerró a Nelson Mandela durante 18 de los 27 años que pasó preso por ser negro y creerse con derecho a ser, también y a la vez, persona. Al regresar al territorio democrático y constitucional de los EE UU, el rapero se encontró con un flashback del tiempo macabro de las pandillas, pero esta vez con un bando pagado con dinero público: los policías blancos ejecutan en la calle a negros a los que no consideran gente.

Poder dislocante

El álbum y su complementaria secuela, Untitled Unmastered (2016) —una colección de material sobrante e ingenuo que recuerda a la música accidental de Erik Satie—, tienen el mismo poder dislocante que el par de discos de hace medio siglo de los Beatles, Revolver (1965) y Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1966): no eres la misma persona cuando entras que cuando sales, no sabes ni siquiera dónde has estado, a qué planeta te han llevado, de qué color te han teñido la sangre, por qué te sientes más ligero y, al tiempo, más poderoso, con más esperanza de que son los débiles quienes importan.

Lamar y su singular tropa han dibujado la vida contemporánea en un paisaje de expresionismo abstracto con roncos y quebrados gemidos, sorpresas rítmicas insólitas, desvergüenza, ruptura de códigos, sexualidad, una inmensa belleza, un salmo de piel, un cristal roto, la sal del trueno y la huella de la sed, la carne rezando, el tacto en la cara y el llanto en los pies, funk de caballos relinchando y soul de pañuelo empapado por la fiebre. A la crítica se le han agotado los adjetivos ante esta lava ardiente de la que brotan múltiples fuegos: hip-hop experimental, nuevo free jazz, rap de avant garde, psicodelia funk, nuevos territorios, rock, collage espontáneo de toda la música afroamericana de los siglos XX y XXI…

El par de discos de Lamar funcionan como un nodo que interconecta a una generación de creadores angelinos que están edificando, mediante colaboraciones y discos como solistas, una nueva forma de jazz. En lo formal es respetuosa con el legado del género, pero traviesa para desenvolverlo del envoltorio purista y enloquecerlo con la suma del vitalismo del hip-hop y el diálogo con las máquinas de los productores del recorta y pega —todos adoran los mixes instantáneos del genio de la amalgama, James Dewitt Yancey, alias Jay Dee o J Dilla, muerto en 2006 a los 32 años de una infrecuente enfermedad degenerativa—. En el fondo de este nuevo jazz, presiento el desarrollo de una ósmosis con la calle y la sociedad civil. Estamos frente a una generación de músicos negros que entienden agotada la fórmula del jazz como música de cámara para eruditos de saldo alto y pasión en quiebra.

[Escrito para 20 minutos]

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2 Responses to De la mano del hip-hop, vuelve el jazz

  1. kendrick-lamar-damn on 15/04/2017 at 12:35

    […] y acaso el sacerdote chamánico capaz de devolver el punch sociocultural a la música negra, que en To Pimp a Butterfly (2015) se presentaba holística como nunca antes, trazando diagonales casi inconcebibles entre San […]

  2. […] reutilicé parte de una reseña periodística que escribí y publiqué en 2016 —puede verse en mi web personal, en el diario la han retirado de circulación— y un par de playlists con textos para Radio Gladys […]

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