Despójense de la vieja levadura, para ser una nueva masa,
ya que ustedes mismos son como el pan sin levadura.
Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.
Celebremos, entonces, nuestra Pascua,
no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad,
sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad
Pablo de Tarso
Kendrick Lamar ha elegido las vísperas de Resurrección para editar Damn. —el punto final, como un clavo contra el madero, forma parte del título—.
A la vista de que algunos esperábamos el disco con ansia de discípulos, ni la data ni el lema son caprichos, al menos eso quiero pensar. Maldita sea, maldición, maldito. Desde la primera exhalación sabes que Lamar habla de sí mismo: no solo hay culpables ajenos ahí afuera —ni policía, ni dólares, ni patronos—. La mejor triquiñuela del diablo es hacernos creer que no existe y tú eres Lucifer casi siempre.
He estado hambriento toda la vida, dice Lamar como antes dijo Curtis Mayfield («si hay un infierno, allí abajo nos encontraremos todos»), sobre el que pesaba una responsabilidad que no debe ser entregada a un hombre: la de ser señalado con unanimidad —incluso Obama participó en la coronación— como el mejor músico de su generación y acaso el sacerdote chamánico capaz de devolver el punch sociocultural a la música negra, que en To Pimp a Butterfly (2015) se presentaba holística como nunca antes, trazando diagonales casi inconcebibles entre San John Coltrane, la psicodelia de Sly Stone y Dr. Dre.
Desde primera hora de esta mañana —cuando el azar conjugó el día de asueto con la sorpresa de encontrar Damn. disponible en los despachos habituales de tóxicos —la publicación oficial estaba anunciada para dentro de dos días—, escucho en bucle el disco de Lamar, ese tipo bajito, depresivo y sin cánones ni dogmas (entre los invitados a compartir flow aparecen Rihanna y U2) que tiene el coraje, como aprendió de Prince —el disco contiene un homenaje directo, la lúbrica Lust—, de aplicar la creencia de que solo hay un camino para arrancarse la niebla del espíritu y el frío de la médula: acercarse a todas las candelas, acercarse hasta quemarte, hasta la llaga.
La base musical sobre la que se mueve Lamar es tan dislocante como era de esperar desde que se anunció que esta vez se aliaba en el estudio con la banda canadiense de postbop Badbadnotgood —por si no queda claro que el prejuicio o la raza quedan muy lejos del teatro de esta guerra: son cuatro blancos que saben leer pentagramas (aunque casi siempre los prefieren arrugados)—.
En una misma canción (XXX, con Bono demostrando que puede salir bien parado de rapear), Lamar invita a la convivencia de una melodía pélvica de los Chi-Lites con el free jazz, en Yah manda el viaje astronómico y en Pride canta en la tradición del funk caliente de Filadelfia.
Quizá no contagie la rabia ni reuna tantos puzzles milagrosos como To Pimp a Butterfly, pero Damn. es la prueba de madurez de un músico al que, por ahora, no se le adivinan límites.
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