¿Acto determinante en España en junio de 1977? Las primeras elecciones democráticas tras la República es la respuesta fácil, pero también la incorrecta. El montaje teatral de los reformistas del franquismo —el Rey Juan Carlos había dicho ante las Cortes que sentía “respeto y gratitud” hacia el dictador y el cadáver estaba todavía caliente tras dos años bajo tierra— estaba basado en un guión más Tennessee Williams que Ionesco. Reforma pactada, se titulaba la obra. Opio adormecedor para Juan Español.
La jarana que nos despertó a bofetadas —la respuesta correcta a la pregunta inicial—, ocurrió durante casi dos días, con sus esenciales noches, en unos estudios de grabación madrileños. La montaron dos hermanos gitanos (los guitarristas Rafael y Raimundo Amador, de 16 y 17 años), el batería Antonio Romero El Tacita, otro disidente del flamenco, y el cantante José María Kiko López Sanfeliu, nacido en Figueras, criado en Cádiz y Sevilla y preñado de locura en los EE UU del tardojipismo. Antes de empezar con la fiesta, el productor Ricardo Pachón, que vivía de ser funcionario en una Diputación pero deseaba encontrar a unos Jackson Five de piel de aceituna, disolvió un par de dosis de LSD en un vasito de té. Tras comulgar con la parte proporcional que tocaba a cada cual, empezaron con la música. La llamaron, porque un amor tóxico como el de Romeo y Julieta lo merecía, Veneno.
El disco que salió de aquellas descargas de fiebre y delirio tiene la misma importancia empírica que las sesiones del bluesman Robert Johnson en el Gunter Hotel texano en 1936 o The Basement Tapes de Bob Dylan & The Band de 1967. Veneno —grupo y disco fueron tocayos— grabaron 36 minutos de música que callejeaba por barrios de gitanería y hachís, de rock psicodélico y acelerado simbolismo poético. La portada, luego mutilada por la censura democrática, mostraba una tableta de la droga de la risa con el nombre marcado al fuego. Todo ganado debe llevar en la piel la figura metafórica de su linaje y el disco era hijo del cáñamo y el anhelo de infinito de los intoxicados.
El álbum, que ahora cumple cuarenta años, aparece en todos los rankings como el mejor disco español del siglo XX. El galardón no responde a la exageración. Nada parecido había sucedido antes ni sucedió después en la bastante dócil música pop del país, pero casi nadie se enteró en su momento: la discográfica se avergonzaba del grupo y tenía miedo de tanta anarquía; los flamencólogos acusaban a los Amador de juntarse con “pelusos” y hacer música de “jipos” que no respetaba palos, métrica y otros mandamientos de lo jondo; los roquistas se conformaban con mirar hacia Londres y, de buscar raíces, se escoraban hacia los muchos —y, en su mayor parte, pésimos— cantautores o tonadilleros de protesta, zanfoña y dulzaina que navegaban con la corriente a favor. El disco de los sevillanos vendió unos 500 ejemplares. Luego, tras una reedición en 2009, se alzó hasta las 300.000 copias.
Cuando escuché Veneno en 1977 nada sabía de flamenco. Ni falta que me hizo. Aquella bastardía no era excluyente. Escuchabas al cantante y su imaginario surrealista —Incluso antes de hablarte ya nos habíamos abrazado / pero no supe si tus brazos eran de yeso o de barro—, patafísico —Las moscas me pueden / Los gatos me hieren / Los niños me pintan en las paredes / Los guardias me advierten / Las monjas me arrugan / Me entran las ganas de mear cuando sale la luna—, demente —Me devora tu miedo devorador a ser devorado por mi miedo devorador a que te devore— y subversivo —Me quiero asegurar / que mi sombrero está bien roto / Y los rayos puedan entrar en mi cabeza— y entrabas en rumbas desmembradas, blueslerías y, sobre todo, fluías hacia una felicidad inconsciente y liberadora.
La cuchillada entró hasta las vísceras. El dios Camarón —a quien conocí, por mi grandísima culpa, tras Veneno— se desprendió del de la Isla que le acompañaba desde chico, se dejó barba, encargó a Pachón la producción y llamó a los gitanojipos para contagiarse de calentura funk y locura rock. La canción que le compuso Kiko y que cantó con los Amador guitarreando, Volando voy, fue la antesala de la última etapa del mejor cantaor de la historia, cuando rompió todas las normas para ser simplemente él mismo: yonqui, débil, incorrecto y bienaventurado como un Cristo gitano. Veneno mutó, por un lado, en Pata Negra, que continuaron con similares correrías, y, por otro, en el pop alimenticio de Kiko Veneno, heredero del apellido. Nunca volvieron a comulgar con un vaso de té y LSD. Hicieron un solo disco, pero en el cielo lo siguen escuchando cuando
quieren parranda.