Enamorado de la corrosión de Sicilia, de la vejez, de la tragedia… Tres semanas como turistas en errancia, intentando no ser turistas apostólicos —esos zombis ridículos—.
Elegí cuatro cámaras para llevar: tres de juguete, plásticas, y una Olympus Pen. No añoré la precisión de metralla de la analógica, que ya pesa demasiado, además, para mis manos cansadas.
Las fotos son de octubre, pero he tardado en procesarlas. El escáner de negativos, consciente de que no podía hacer justicia a la inmensa belleza de la tierra, se rompió y, después de casi nueve años, tuve que comprar otro. Pertenezco, y tengo vergüenza, al colectivo pijo de quienes pueden sustituir un gadget por otro o ser turistas en Sicilia.
Este primer grupo es de film de 135 milímetros —no anoto sensibilidades, cada vez tienen menos importancia: toda la luz nace por convenciones del ojo y la casualidad— y fueron tomadas por una Holga y la Olympus.
La segunda selección es de medio formato, 120 mm. Las máquinas responsables fueron la reina negra Holga —de la que advertí un nuevo capricho: deja entrar luz por el cuenta fotos trasero— y la Pouva de baquelita, la cámara de los niños de la República Democrática Alemana.
Al regresar a la molicie de Berlín leí que los carabinieri habían desmantelado una granja hortícola en la isla que es todas las islas. Bajo los plásticos trabajaban, doblemente esclavas, operarias agrícolas y putas, jóvenes traídas bajo engaño de Rumanía.
Esa corrosión, mea culpa, no aparece en mis fotos.
Una holga nunca decepciona.
fotos estupendas.
Muchas gracias. Tienes toda la razón.