Seguramente una oración. Siempre es una oración que brota de la fuente en miniatura de la radio, cuya lucecita roja resume de qué se trata: el semáforo inútil, parpadeando en ámbar, tan jodidamente inútil para la calle vacía, mareada en el columpio del vendaval, este carrusel vacío.
No queda trigo, no hay pastel para la fiesta, no hay pozo de los deseos. Acaban de retrasar dos meses el reportaje que preparo desde hace dos meses. Significado: no cobraré los 300 euros hasta finales de septiembre. 300 euros, a ese precio se reduce la frontera de mi bienestar.
El retrovisor también es una manera de vivir. Cuando despierto, con sabor a lobo en las encías y la gran noche entre ojo y ojo, en el punto exacto en que duele, reparo en el color del día y trato de respirar. Ánimo, me digo. Otra mañana, otra tarde, digo.
A veces me cuentan sueños que no entiendo. Hace años que no sueño. No abro la boca para evitar que las palabras escapen como serpentinas.
Tiendo a exagerar los síntomas, ni vivo ni avanzo, no aprendo, soy una Caterpillar, repitiendo una y otra vez la misma dentellada de tierra.
Y entonces la mirada tiembla como la superfice de una charca. No se trata de los ojos. No me pasa nada en los ojos. Tiene que ver con el modo en que la información va hacia dentro, circulando como un disparo por el nervio y llegando, bang. En ese instante, pura física, óptica, fisiología, una cualquiera de esas ciencias capaces de representar el mundo en un papel: bang.
El drogodependiente actual tiene entre 16 y 25 años, estudia y vive con sus padres. Consiente que me ría.