Now it’s dark and I’m alone
But I won’t be afraid
In my room, in my room
(Brian Wilson/Gary Usher)
Años de leche y bicicletas, cuando el arbitraje correspondía a la silenciosa lengua de la niñez. Habíamos regresado a Santiago, cruzando el océano en el barco Begoña. En el cine de cubierta vi por primera vez El hombre tranquilo y decidí que ese amor de prados colgantes era el amor que me empeñaría en buscar.
Vivimos durante unos meses con mi abuela en la aldea, antes de comprar un piso en el ensanche de Santiago, todavía entonces iluminado por las últimas huertas urbanas, que esperaban ser estranguladas por la catástrofe del desarrollismo.
Mi cuarto tenía dimensiones lacónicas y ninguna ventana al exterior, pero transfiguré las paredes en lejanías pegando fotos de mi gente: los Walker Brothers, los Beach Boys, los Kinks, los Beatles, los Who… Aquella plaga de saludables asesinos y coyotes con botines.
Algo estaba sucediendo y yo sabía, con menos conciencia que olfato, de qué se trataba. Las paredes decían:
Muerte a lo viejo
O bien:
No hay lugar para la asfixia
Mis padres, para conseguir un dinero extra, realquilaron una de las habitaciones a una muchacha de Ourense que estudiaba Hispánicas en la universidad. No recuerdo el nombre (¿quizá María José?), pero sí sus faldas, escandalosas y breves. A veces escuchábamos juntos mis extended play y ella bailoteaba en el salón. Le gustaban demasiado los Hollies, pero yo sabía perdonar.
En mi cuarto había un pequeño crucifijo al que mi madre, por alguna razón que tampoco alcanzo a reconstruir, veneraba con ardor. Era conveniente aquel Cristo ferroso, flanqueado por alimañas disolutas: cada ladrón tiene su banda.
La cama, de nogal, había sido encargada a un carpintero amigo de la familia.
Cuando regresamos dos años después a Venezuela, porque todo salió mal y mis padres ya no eran gallegos sino criollos, la cama fue guardada en el desván de la aldea (nunca le llamo así: siempre será el fallado, la lengua me empuja hacia la tierra).
La recuperé años después para mi hija A., que pegó sobre la cabecera a sus propios catecúmenos: Alex Ubago, Alejandro Sanz, Maná… Todavía sé perdonar.
Pese a la naftalina, con mis carteles acabaron las fauces bondadosas de la polilla: todos los ladrones encuentran la dentadura que merecen.
De la muchacha de las faldas esquemáticas tampoco quedaron restos.
En algún lugar leí que la eternidad tiene el aspecto del mar del Norte. No lo creo. La eternidad siempre es una habitación.
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¿Una habitación sin ventanas? Ufff. Las creaste tú, eso está bien.
«…i don’t where but she sends me there…»
(from good vibrations)
there….
Qué razón tienes, Jose, la eternidad está en una habitación. Siempre das en el clavo.