Al único mirlo que he visto caer del cielo lo maté yo mismo con un cartucho de caza. Fue mi primer y único disparo, mi primer y único cadáver.
Hace poco rumié sobre la posibilidad de matar a alguien. Un maltratador.
Al mirlo lo fulminé con la escopeta de mi tió Enrique, cazador con carnet.
Yo nunca había disparado. El retroceso me dejó un hematoma en el hombro.
El mirlo se parecía al de la foto, uno de esos que están cayendo del cielo a miles en Luisiana, Arkansas y Maryland.
Yo no mataría en persona al maltratador. Lo encargaría a un tercero. Por ejemplo, al gorila de discoteca moldavo del que me hablaron esta Navidad:
– Tu sacas cartera o yo arranco piel a tiras -dijo, lacónico, a un cliente que pretendía escaquearse.
La muerte no emplea adjetivos. Tampoco artículos. El verbo, siempre en presente.
Mi tío Enrique murió hace pocos meses. Mi madre fue su enfermera en los últimos momentos.
El maltratador es un tipo con estatus, un buen empleo, un monovolumen, ínfulas. Escucha la Cope.
En mi aldea ya casi no quedan mirlos. Ni frutales, ni prados edénicos, ni vacas lentas y sin adjetivos.
En la confesión de la agonía mi tío confesó que durante años había maltratado a su esposa.
Siempre creí en una Arcadia sin hematomas en Luisiana, Arkansas, Maryland, donde ahora llueven mirlos.