Juan Rulfo, centenario desde la ‘mera boca del infierno’

28/03/2017
'Pedro Páramo', primera edicion, 1955

‘Pedro Páramo’, primera edicion, 1955

Hace cien años, en un lugar mustio llamada Sayula —en náhuatl, la lengua franca de la mesoamérica central, “lugar de moscas”—, nació un bebé sobre el que colocaron, como si fuera, según él decía, “el vástago de un racimo de plátanos”, toda una genealogía: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. El 16 de mayo, si el tabaco, el alcohol y el cáncer lo hubiesen consentido, cumpliría cien años. Al centenario asistirán los espíritus de nuestros muertos viejos, esos que empiezan a removerse cuando menos lo esperas.

El mexicano Juan Rulfo, a ese ladrido redujo su nominal literario, exprimió la vida, la muerte y la vida tras la muerte en un par de libros —hay un tercero, pero no es más que un borrador para un guión de cine—. Los diecisiete relatos de El llano en llamas fueron publicados en 1953. Dos años después entregó a imprenta la novela Pedro Páramo. Ambos tomos, que parecen escritos, como revela un personaje, desde “la mera boca del infierno”, anulan a Nietzsche, desmontan a Borges y eliminan a todos los demás. Son portátiles. Caben en un bolsillo —apenas alcanzan el centenar de páginas—, pero, como brasas de un testamento viejo, chamuscan el vestido y llagan la piel. No sé de nadie que haya salido ileso de las dentelladas de la lectura.

“Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír. Y voces ya desgastadas por el uso. Todo eso oyes”, dice una de las ánimas que circulan por los caminos calcinados del par de libros, que pueden ser leídos —siempre a partir de la relectura, la primera vez es demasiado puñetazo para pararse a interpretar— como bitácoras de soledades. “Hacía tantos años que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo”, sostiene otro personaje. “Me mataron los murmullos”, concluye uno más. Los tres, como todos los pobladores del yermo, gente que ni sombra tiene, parecen estar rezando sin saber a qué dios rezan, pero sabiendo que rezan porque tienen los “labios doloridos”.

“Hay pueblos que saben a desdicha”, escribió Rulfo, editorializando en una frase parca el alma de México, el país al que amamos y tememos como a un padre atolondrado que no conoce el sosiego. El escritor colocó bajo un tiempo encogido pero muy largo a personajes calzados de yute, sed y desconsuelo, vestidos de polvareda, “cansados de comer carne”, animados por una determinación de espectros, hablando como profetas. “Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo esta desbaratado, revenido, y lleno de pudrición. Esa también es mi ventaja”, dice uno. “Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace”, rumia otro. “Algún día llegará la noche (…) Llegará la noche y nos pondremos a descansar (…) Ya descansaremos bien cuando estemos muertos”, concluye un tercero.

Tal vez porque cuando tenía siete años mataron al padre de un tiro en la cabeza y cuatro años más tarde, de tristeza, murió la madre, Rulfo nunca habló más de lo necesario. Dueño de un alambique semántico para la depuración máxima, perseguía una narrativa esencial y de una pureza inconcebible: cortaba tanto, desechaba con tanta saña adjetivos, participios y otros sobrantes, que los amigos debían detenerlo antes de que los libros quedasen purgados hasta el vacío, poblados solo por los pasos arrastrados de esos flaneurs por miseria que, agotados en la porfía de errar hacia no saben dónde, ni tampoco por qué, avanzan por el impulso único de saber dónde es esto y dónde aquello. Anotan impresiones con ojos como de cueva —“este pueblo está lleno de ecos (…) En días de aire se ve al viento arrastrando hojas de árboles, cuando aquí como tú ves, no hay árboles”— y se confiesan a calambrazos —“no debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que quería matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales (…), así de a muchos les costará menos el entierro”—. Avanzan y se tragan la propia saliva para engañar al hambre.

Alguien que lo trató habló de un hombre “introvertido, desinteresado, conversador dificultoso y bebedor sin tapujos”. Sus dos libros no se parecen a los de nadie, pero están, casi copiados, en los de quienes se atrevieron a la imitación —Bolaño, McCarthy, García Márquez…—. Cuando un universitario le preguntó por qué no escribía más, Rulfo respondió con una pregunta que no desentonaría en cualquiera de sus fatigados personajes: “¿Y qué quiere usted que escriba?”.

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One Response to Juan Rulfo, centenario desde la ‘mera boca del infierno’

  1. […] de los dioses sin nombre del desierto, los burdeles secretos y los santuarios de pellejos. Juan Rulfo y Cormac McCarthy, nocturnos, me enseñaron que las sombras azules de los caballos son la única […]

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