Mi siquiatra era un tipo más joven que yo, con una de esas barbas entre descuidadas y mira qué bien llevo los años.
Se apellidaba (¡línea!) Barbudo y pasaba consulta en la calle (¡bingo!) de la Cabeza.
Me cayó bien en la primera cita: bajó a buscarme al patio de la unidad de salud mental, donde a los alelados nos dejaban fumar; me dio la mano; subió las escaleras detrás de mí y se permitió emplear tres cuartos de hora de sanidad pública en charlar.
Al abrir la carpetilla verde para revisar mi historial, dijo:
Hay poco escrito aquí.
E hizo algo curioso: una especie de arbol genealógico y sentimental sobre mí: líneas quebradas y contínuas, algunos círculos y cuadrados, palabras entrecomilladas…
Pregunté:
¿Qué es eso?.
Dijo:
Es que soy postmoderno y necesito pintar para acordarme… Necesito una palabra que defina a tu padre.
Dije:
Una sola, es difícil.
Dijo:
Tú eres el profesional de las palabras, busca una para tu padre.
Dije:
Las palabras me han dejado, se han marchado.
Dijo:
Ahora el postmoderno eres tú.
Fue lo único inteligente que le escuché.
Al cabo de unas semanas, yo estaba en sus manos. Me administró algo que me coceó la frente y me llevó a la creencia certera de que me estaba muriendo. Luego quiso recetarme litio o enviarme a unas sesiones de electrochoque.
El director del diario fue mucho más periodístico al opinar sobre mi mal:
La obsolescencia de los materiales.
Contesté:
Sí, la aluminosis del alma.
En el peor momento de la enfermedad concedieron el Cervantes a Antonio Gamoneda. Era la primera vez en muchos años que no premiaban los discursos de consuelo de la prosa.
No llores, que aún tienes
el viento y la distancia.
Me gustaría repetirme, como Gamoneda, que nunca ha dejado de escribir sobre la mierda y el hielo.