La noche antes de tu muerte sueñas de nuevo que caminas por una avenida sin tráfico. Estás calzado con un par de zapatos de suelas rotas. Despiertas con una hoguera en el pecho porque quieres recordar qué soñabas. Pero cuando lo consigues el sueño ya no es el mismo. Entonces ves unas cuantas gotas de sangre seca moteando la sábana. La uña de un dedo del pie derecho, quizá demasiado larga por el abandono, se ha clavado en la carne. La incisión no te molesta, pero el dedo parece algo hinchado.
Otra vez te has quedado dormido más allá del timbre del despertador. Bebes un vaso de agua de grifo y, sin lavarte, te vistes con la misma ropa del día anterior para salir a la calle. En el ascensor, compruebas si la grabadora tiene pilas. Abres el aparato como si fuese un joyero y aprietas la tecla roja para hacer una prueba de voz.
-Baterías, carga, importante –dices en voz alta.
Rebobinas la cinta, aprietas la tecla de reproducción y te escuchas a ti mismo:
-Baterías, carga, importante.
Tienes veinte minutos para llegar a la urbanización. Es suficiente. De camino sintonizas en la radio una emisora donde programan en círculo seis o siete canciones casi idénticas unas a otras y dos docenas de anuncios publicitarios muy distintos entre sí. Te has quedado sin cigarrillos y aprovechas unas cuantas pavas mal fumadas que rescatas del cenicero del coche.
Conduces sintiéndote liviano, despertando poco a poco, a golpes de luz. Llegas sin incidencias aunque sin saber muy bien cómo, víctima frecuente de las amnesias parciales, de no saber qué ha sucedido, por qué lugares has circulado, qué milagrosa casualidad te ha trasladado al lugar donde estás.
Ante la casa de piedra blanqueada donde el vicepresidente toma el sol, los policías pasean en parejas, dejando a la vista, mal disimuladas bajo las chaquetas de loneta azul, las pistolas SPK 28 de quince tiros, gordas como grandes atunes en las cajas de hielo de la lonja pesquera.
Antes de que salgas del coche, los demás periodistas ya te están hablando. El gremio no padece de las cuerdas vocales.
-Buenos días, Señor Almohada –dice uno.
-Las legañas no te sientan mal, pareces más interesante que de costumbre –dice otro.
Buscas acomodo y te sientas en una roca, bajo la escueta sombra de una mata informe que hace diez años quizá fuese una chumbera.
Cada matón parece más voluminoso que una familia entera en una foto de época. El jefe de la escolta es amanerado. Lleva una camiseta blanca y sin mangas bajo la chaquetilla. También él, como sus compañeros de tropa, guarda la caja de cigarrillos en el calcetín.
Un periodista cuenta que ha entrevisto las piernas desnudas del gran hombre tras los setos de la piscina.
-La televisión engorda. Es más flaco al natural. Ya sabes, la fortaleza de los alfeñiques –dice.
Pides un cigarrillo al jefe de los policías y entablas una conversación.
-En escoltas, trabajo en escoltas -, dice el guardaespaldas.
-¿Habrá declaraciones? –preguntas.
-El vicepresidente sólo hablará con vosotros tres minutos, sólo tres minutos –dice el policía.
-¿A dónde va después?
-A nadie sabe dónde. Nadie lo sabe –contesta como uno de esos locutores de talk show que siempre repite dos veces el final de cada frase.
-Me fascina cómo hablas, con las palabras exactas, las buenas, las que encierran los verdaderos significados –dices.
El policía sonríe.
-Podría romperte las ganas de vivir, plumilla. Ni siquiera me haría falta tocarte con la mano para hacerte sangrar. Ni siquiera.
El vicepresidente asoma por la puerta de metal del vallado de piedra. Espera a los periodistas antes de subirse en la flecha negra con conductor. Usa unos lentes de miope que le agrandan los ojos.
Los periodistas encedemoslas grabadoras y nos miramos unos a otros mientras él habla.
-Hemos decidido adelantar el toque de queda para ahorrar dinero. No podemos pagar tanta energía. Quiero transmitir este mensaje, asegúrense de emitirlo íntegramente. Primero, la situación es la misma desde hace dos meses y será la misma dentro de diez años. Segundo, los ciudadanos solamente pueden hacer una cosa: obedecer y colaborar. Y tercero, sólo pueden hacer eso porque, cuando se les pase por la cabeza hacer algo distinto, allí estaré yo para evitarlo. Soy el cerdo que ustedes merecen. No me importa decirlo.
Tu brazo tiembla. Cambias el aparato de mano. Tengo el brazo conectado a una micrograbadora, ¿por qué temer?, piensas.
Tras la declaración, el vicepresidente no admite ninguna pregunta. Sube al automóvil y sale a gran velocidad junto con otros vehículos idénticos, de lunas tintadas y aspecto pesado.
Camino del diario encuentras a Torres, uno de los veteranos. Barbudo, con antiparras de carey, un Valle Inclán lisérgico en la nómina de un diario de provincias. Cuando eras un recién llegado, Torres te tomó cariño y, en cierta ocasión, te dio un consejo:
-Esconde siempre tu corazón.
Torres tenía un amplificador Marshall en casa y tocaba a la guitarra All rigth now, cantando con la misma voz de lija gruesa de Paul Rodgers. Su reportaje culminante fue una crónica ninja sobre la muerte de un niño al que mordió una serpiente escondida en el caballo de madera de un tiovivo. Le habían enseñado que no hay buenas ni malas noticias y la suya era la mejor porque era falsa, la había inventado. El niño, el tiovivo, la serpiente…, todo era imaginario: ficción publicada entre la realidad. “La víbora disimulada en la madera carcomida del carrusel”, así era el tono. El diario jamás rectificó, pero a Torres lo mandaron a descansar. Cuando se reincorporó, el periódico se había transformado en una empresa multimedia y le asignaron una emisión diaria de humor en la cadena de radio.
-¿Tienes al vicepresidente? –pregunta Torres.
-Fue poca cosa –dices.
-Inyéctale equívoco y la harás grande. No te conviene ser demasiado budista.
-Supongo que querrán llevarlo a primera –dices.
-Unos chicos murieron esta madrugada porque su coche chocó contra una mula. Tienen la foto de la mula. Está viva, íntegra. El vicepresidente no tiene nada que hacer frente a una mula inmutable.
Entráis al edificio tras colocar la ficha magnética en el lector de códigos y pasar bajo el detector de metales. Torres dice al vigilante jurado:
-Deberíamos ventilar la habitación, huele a cerrado.
Estás mareado de nuevo. Ningún médico sabe diagnosticar el mal. El primer vértigo te asaltó mientras conducías atravesando las llanuras del norte. Notaste un brillo en el cristal y el asfalto se te vino encima, agigantado en una ampliadora fotográfica. Después de muchas pruebas que no demostraron nada, terminaron por instalarte un diminuto cartucho regulado por un chip que libera ansiolíticos de forma incesante a través de un microcapilar que atraviesa la piel de tu muñeca izquierda. Pero el riego de medicamento no es suficiente e intuyes que el mal está escrito en tu código genético de una manera intrincada.
Te sientas en la mesa. Las operarias de la contrata de limpieza han vuelto a sacarle brillo. Enciendes la computadora y lees el salvapantallas, donde la empresa coloca cada día un mensaje. El de hoy es: “Todos necesitamos alguien que cuide de nosotros. Nadie mejor que nosotros mismos”.
Por la línea telefónica interior recibes una llamada de la secretaria de dirección.
-El director quiere verte.
Subes a la última planta y entras en el despacho con tres teléfonos, diez pantallas electrónicas de otras tantas redes de información y una foto dedicada del Rey con cara de bofetada que preside el Estado. En una de las paredes, en un holograma, el vicepresidente aparece visitando la sede del diario, rodeado de algunos de los guardaespaldas con los que acabas de compartir la mañana.
El director habla por teléfono y, con un gesto, señala una de las sillas.
-Quiero algo con muchos nombres y lugares. No me conformaré con otra cosa –está diciendo.
Es un hombre de baja estatura, que habla con la peligrosa suavidad de los antiguos seminaristas.
En una ocasión, el director te invitó a almorzar a un restaurante barato con una clientela de empleados de categorías bajas que picoteaban ensaladas con aliño de aceite vegetal. El director derramó tres lágrimas sobre el pescado frito mientras conversaba sobre tragedias personales y ajustes de plantilla.
Cuando cuelga el teléfono, te dice:
-He visto los despachos de agencia. Vamos a llevarlo a primera.
-Bien, haré lo que pueda.
-Siempre quiero que hagas más de lo que puedas. Buena suerte.
Le miras a los ojos y compruebas que desea despacharte cuanto antes porque viste su llanto sobre el filete de pescado blanco.
-Tengo que decirte algo con sinceridad: admiro tu trabajo.
Sabes de memoria la sórdida frase siguiente. El director la repite cada vez que te recibe.
-Cuando sea mayor quiero ser como tú.
Antes de salir, preguntas:
-¿Y la mula?
-Murió esta tarde. La mataron a golpes los padres de uno de los chicos muertos en el accidente.
Quieres hacerlo, escribir, sentirte pura transmisión. Antes de regresar a la mesa para ponerte a ello, compras una botella de agua y un paquete de caramelos en las máquinas expendedoras. Te asomas al ventanal. Un helicópero policial negro sobrevuela el barrio. Los semáforos están abiertos. Algunos perros ladran mientras la noche cae como una piedra.
Te sientes muy cerca de los astrónomos cuando miras por las ventanas. Ellos saben que lo real es lo invisible y que los virus vienen del espacio. Transportada en cometas, la gripe cae del cielo, camuflada a bordo de minúsculas gotas de agua. Uno de los grandes momentos de tu vida fue observar la radiación electromagnética que llueve sobre el mundo. El astrofísico al que debías entrevistar te permitió mirar a través del telescopio infrarrojo, capaz de atravesar la luz visible y dejarte solo entre las nubes de gas y el polvo interestelar.
-Aquello es una enana marrón , un cuerpo intermedio entre una estrella y un planeta, una estrella fría.
Desde entonces tienes la certeza consoladora de que el noventa y cinco por ciento de la masa total del universo es materia oscura.
Bebes agua y piensas que tal vez la enfermedad viaje desde los mares de fuego del Escudo de Sobieski o las llanuras de Carena. Un escalofrío te atraviesa la espalda, recuerdas la grabadora que espera, con todo por hacer.
-Hay demasiada luz en este lugar –dices.
Estás caliente. Intentas abrir la ventana pero no lo consigues. Te estiras, elevando los brazos, como queriendo sostener algo en las manos.
Cuando eras niño practicabas un juego al caminar de un lugar a otro: completar el recorrido en el menor tiempo posible para no perder segundos.
Hablas otra vez. Tienes la sensación de no ser capaz de cortar una conversación. El cielo parece de otro mundo.
-¡Qué vacío está todo! – piensas.
Sacas del estuche plástico recién comprado una pastilla triangular con sabor a fresa. Algo germina con capacidad mortal en la dignidad de tus entrañas y el dedo herido por la uña del pie comienza a latir.