La vista trasera (inquietante, como todo aquello que no nos permite adivinar un rostro) de la silueta de un hombre que mira no sabemos hacia dónde desde la cristalera de un hotel; otro ciudadano anónimo, también de espaldas, también gris, que saca de paseo, un acto presuntamente inocente, a su perro; un agente de regreso de Afganistán que echa una cabezada en el asiento del avión de un vuelo secreto, tan sin rastro como la misión, quizá carnicera, de la que vuelve el muscle de Su Graciosa Majestad; la escena de una calle en un día lluvioso que, lo sabemos, no es tan ordinaria como parece a simple vista…
El pintor James Hart Dyke estuvo un año dentro del Legoland de Vauxhall Cross, en Londres, sede del Servicio Secreto de Inteligencia del Reino Unido, al que todos llamamos M16.
La central del espionaje británico está celebrando un siglo de su fundación y quieren demostrar transparencia. Aunque sólo hasta cierto porcentaje. La opacidad es mandamiento entre quienes se manejan con las manos sucias.
Le dejaron pintar y le pagaron por ello, en una de esas ceremonias liberales pero que los británicos gustan de organizar mientras juegan al críquet en una pradera o repasan con altivez la prensa en el club only for gentlemen.
Durante sus doce meses como pintor residente, James «tuvo que respetar la necesidad de confidencialidad» y sus movimientos fueron «cuidadosamente controlados» para que los cuadros «no permitiesen la identificación de oficiales, agentes, operaciones o sucesos actuales», dice el M16. No hacía falta la aclaración. El pobre Dyke habrá tenido que firmar un contrato más estricto que el régimen de alimentación de un niño sudanés.
Parte de las cuarenta obras -que cuestan entre 950 y 25.000 libras por pieza- son mostradas hoy por The Guardian.
Son tristes, con la sórdidez que John le Carré cargó sobre los hombros de su anti héroe (pero espía a la postre) George Smiley, un personaje convencido del fracaso previo de todo acto humano. Los cuadros rebosan de pecado si te detienes a pensar en la sangre, en el juego sucio, en la artimaña, en la amoralidad…
El pintor agradece el «emocionante privilegio» de haber podido retratar la vida cotidiana de los espías.
No sé si conocerá aquella frase de Le Carré: «Un escritorio es un lugar muy peligroso desde el cual ver el mundo».