Fotomatón: nostalgia por el espejo automático

04/10/2013
El fotógrafo Walker Evans en un fotomatón (1929)

El fotógrafo Walker Evans en un fotomatón (1929)

Ningún artilugio construyó tanta memoria, guardó tanta micro historia, atesoró tanto autorretrato, es decir, fue tan espejo.

Todos hemos entrado en una de esas grandes cajas que instalaban en las calles, en las entradas de sórdidos aparcamientos o las esquinas inútiles nacidas del desorden urbano.

Podría dibujar un mapa con sus ubicaciones en las ciudades de mi infancia. Los fotomatones ennoblecían con una carga de promesa radiante cualquier territorio.

La cortina te exiliaba del mundo; la banqueta se adaptaba a tu altura (esa gran flecha con el sentido del giro era un paradigma de destino y entrega: «ven, yo te conduciré, conozco del camino»); el espejo lateral consentía el ensayo, el acicalamiento antes del encuentro, la última prueba de ti mismo antes de entregarte y ser otro…

Plantabas la mirada a la altura indicada (otra instrucción epifánica: los ojos siluetados frente a ti, en el lugar exacto: «ven, es aquí donde debes mirar, este eres tú»); dejabas caer unas pocas monedas en la ranura; esperabas durante la mínima cuenta atrás, con la sensación de que un nudo corredizo se adaptaba a tu alma; la luz, el flash violento, un fuego que abrasa los puentes que te unían al mundo…

Anatole Josepho, inventor del fotomatón, con una de sus máquinas (finales de los años veinte)

Anatole Josepho, inventor del fotomatón, con una de sus máquinas (finales de los años veinte)

Eres historia.

Hoy quiero hablar del libro Photobooth. The Art of the Automatic Portrait (Raynal Pellicer. Abrams Books, 285 páginas, Nueva York, 2010).

Mi consejo para los interesados es el de siempre: no lo intenten comprar en España, donde el holding de distribuidores y libreros entiende que los aficionados a los libros de fotografía pertenecemos al consejo de administración de Iberdrola.

En la sucursal inglesa de Amazon lo pueden encontrar desde 13,8 euros más gastos de envío (unos cinco euros más por correo ordinario).

Photobooth. The Art of the Automatic Portrait es un canto a la gloria del fotomatón, un recorrido por la historia de las máquinas de retratos automáticos, una antología de sus posibilidades foto-artísticas y, sobre todo, un suspiro de nostalgia por lo que seguimos arrinconando en el trastero mientras avanzamos por el camino nerdo que nos conduce a la pérdida de la emoción.

Sí, tenemos en el bolsillo un mini fotomatón de Nokia, Apple, Samsung o cualquier otro usurero tecnológico (el iPhone 4 de 16 GB tiene un precio de fábrica de 128 euros y ya ven ustedes lo que cuesta al consumidor a pie de calle), pero nos hemos quedado sin la sorpresa de la puerta abierta.

Photomatic coloreada (1940)

Photomatic coloreada (1940)

Nos han dejado sin las cajas mágicas en las que entrábamos, posábamos haciendo el ganso o intentando ser quienes deseábamos ser y, gracias a los prodigios escondidos de la mecánica y la química, nos convertíamos en crónica.

Como los sin papeles, los descuideros y los malotes, los últimos fotomatones -la palabreja tiene algo del orgullo del fuera de la ley- residen en las comisarias de Policía, esperando a los despistados que siempre dejamos para el último momento la foto del pasaporte. Han dejado de ser instrumental de juego y ensueño para convertirse en apéndices administrativos del Estado vigilante.

El libro de Pellicer -quizá la antología final de fotos automáticas antes de que los fotomatones dejen de existir- relata la historia del invento, patentado en la forma en que lo conocemos en 1926 por Anatol Josepho, un emigrante ruso establecido en Nueva York. Instaló en la calle Brodway una primera máquina (ocho fotos en ocho minutos por 25 céntimos) y, dado el éxito, vendió el invento a un grupo de inversores por un millón de dólares.

Fotomatones de Elvis Presley tomados en 1954 y 1955 en una máquina en Memphis

Fotomatones de Elvis Presley tomados en 1954 y 1955 en una máquina en Memphis

Las capacidades expansivas de la máquina quedan patentes en los retratos de Elvis Presley, todavía un naciente intérprete de country acelerado en espera de poder escapar del trabajo de mala muerte como camionero y ganar suficiente dinero para comprarle una casa a mamá Gladys.

En el terreno de los sueños de la cabina, Elvis, un chico tímido y de pocas luces, se convierte en fiera: ensaya la mirada lúbrica, el gesto de raptor emocional, la exacta arquitectura del cuello de la camisa…

En la segunda foto, la mejor, la definitiva (quizá porque es la única sin pose, la única en la cual la máquina toma las riendas de la sesión), Elvis reside en el futuro, podría estar cantando la mejor canción de todos los tiempos, Heartbreak Hotel, obligando al mundo entero a abrir los ojos y tragar saliva.

No es el único notable que aparece en Photobooth. The Art of the Automatic Portrait.

El embrujo del fotomatón también fascinó a los surrealistas, que lo utilizaron como extensión fotográfica del automatismo abierto al que pretendían reducir la literatura, y a creadores mucho más inflexibles, como el pintor-carnicero Francis Bacon, subyugado por las metamorfosis del cuerpo como representaciones de los tormentos del espíritu.

Bacon se hizo centenares de fotos automáticas. También obligó a sus amantes y amigos a entrar en la cabina y dejarse sorprender por las mutaciones.

El pintor usaba las fotos como apuntes previos para sus cuadros. La presencia humana en el estudio le inhibía, no era capaz de desollar a sus modelos si estaban presentes.

Fotomatones de Francis Bacon (izquierda) y dos de sus amigos (1966-1967)

Fotomatones de Francis Bacon (izquierda) y dos de sus amigos (1966-1967)

La máquina hacía el trabajo sucio por Bacon. También por cualquiera que entrase en aquel sagrario equipado para convertirte, revelarte, exponerte.

El cineasta Jean-Luc Godard se equivocaba cuando afirmaba que la fotografía «es la verdad».

Tenía bastante más razón el fotógrafo Walker Evans (amigo de los fotomatones) al señalar que el fotógrafo es un «sensualista del gozo» porque «trafica con sentimientos, no con pensamientos».

Tiene bastante gracia (y dice bastante de nuestra condición) que una máquina sea capaz de traficar con tanta sensibilidad con el mismo material.

[Escrito para Trasdós – 20 minutos]

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