Ah, Jim:
Ya estás roto como un beso metálico mientras, ahí afuera, los cables zumban y el juego se llama noche, aunque, noche, lo sabes ahora, es una palabra de intercambio, un cuerpo fonético. No toseremos en las salas de espera, no dormiremos en las vías de letras agonizantes. Hace tanto hielo en esta luz, Jim. Tengo hambre, pero cada pedazo de pan está mojado en vinagre y han envenenado la voz de humo del transistor. El único ruido percutor es el de los zapatos caros. Tu navaja, simple y sin extras, está oxidada.
Jim Carrol (1949-2009), poeta, cantante, devorador de cables, murió el viernes pasado en Nueva York. Fue hermoso e intentó, como tantos otros, parecerse a Rimbaud. Como muy pocos, heredó el mismo ritmo mortuorio del niñito francés. Desde hace años, Jim Carrol tenía miedo de seguir soñando. Sólo había muertos bajo la almohada. Deja una de las canciones sacramentales más hermosas de todos los tiempos. Dedicada, claro, a los muertos.
¿Se ha muerto? ¡No!
Sí, los ángeles nos dejan solos. Tendremos que aprender a volar.
Pobre Patti…