Como un viajero derramado por los horarios en una estación terminal, acabo haciendo tiempo en una vieja carpeta de fotos: una inútil maniobra de distracción contra el reloj extenuado. Menudeas la simiente del pasado a falta de gratitud por el presente.
Galicia, Asturias, León, agosto de 2010, el último verano español antes de la travesía. Me tiembla el pulso al escribir el adjetivo último porque temo el poder de invocación de reclamar la presencia de algunas palabras. Simpre tuve fobia a pasar lista.
Fue un verano de moras, playas y secretos redescubiertos. No planeamos el recorrido con el rigor de esos viajeros que tienen el mapa trazado con la antelación de la cobardía y el miedo a las sorpresas. No conjugamos en futuro el idioma de la marcha porque cuando lo haces aniquilas toda posibilidad de asombro.
Nos dejamos empujar con apenas dos o tres acuerdos previos sobre las etapas. Me tocaba ser el guía porque nunca habías estado en Galicia y era un compromiso aplazado llevarte al arenal sin fondo de Carnota; a la aldea paterna donde recogí manzanas con manos inocentes; al templo priscilianista de Santa Eulalia de Bóveda, al que entraban bailando desnudos los primeros hippies, en el I después de Cristo; a la contemplación religiosamente muda del atardecer último sobre la línea mística del Atlántico; a la no menos espiritual caldeirada de mero de A Revolta; a la iglesia de Betanzos de la que un famoso ladrón se había llevado el retablo flamenco cuyo receptador localicé yo años después en París…
Fue como abrir la caja de latón con los secretos y dejar que jugaras con ellos.
No puedo contenerme y recupero —esa forma bastarda del verbo recomponer— algunas de las fotos. Las tiño de verde, color de la fertilidad, aunque el tono apocado quizá apunte más hacia el anhelo de estabilidad, porque quiero compartir otra vez los secretos, repetirlos y, si fuese necesario, inventar secretos nuevos.
Zorionak!!